Mónica Marchesky
Al abrir los ojos me sorprendí frente a un espejo de luces. Mi cara extremadamente maquillada. Plumas blancas adornaban mis hombros y mis senos enormes y turgentes, desbordaban del corsé. Mi cabello estaba cortado a la moda en un mechón corto y de un rojo brillante. Mis labios eran de un color púrpura y dibujados a la perfección.
Las chicas resplandecían a
mi alrededor, con sus grititos histéricos y groserías sexuales. La excitación
antes de la función, burbujeaba en lentejuelas y ligueros. Inspeccioné mi
cuerpo, descubriéndolo y me gustó lo que vi, tenía alrededor de veinte años y
toda la potencia de la juventud. Aunque me resultó extraño estar en un cuerpo
delgado, me dejé llevar.
Había pagado por una
experiencia. Estaba decidida. Y ¡Mira nena, tienes todo el puto mundo! Había
empezado bien.
En el correr de los días
me fui adaptando al ambiente y me resultó luminoso, agradable; las personas
tenían grandes sueños. Pasé unos días de locura. El cabaret llenaba parte de
mis noches y en los días, lo dedicábamos a pasear por Alex, como
llamábamos a Alexanderplatz, el mayor lugar de encuentro, considerada el
corazón de Berlín. Las citas sexuales eran la parte más atractiva, luego del
espectáculo nos llovían flores en el camarín.
Teníamos lo que se
llamaba un “representante” artístico, que no era más que un burdo mariquita que
dejaba mal parado al colectivo que representaba. Excesivamente pintarrajeado,
con una voz de pito que daba la impresión de tener una gallina atorada en el
cuello. Pero, su físico asustaba, era enorme, su cuerpo ocupaba todo el marco
de la puerta y hacía valer su posición. Se hacía llamar “Göttlich” y la explotación
sexual y las drogas eran su manera de ganarse la vida. Aunque yo sabía que
había mucho más. “Gött” era un nexo, lo había descubierto en el callejón
del Romanisches Café, traficando con software descartados.
Vivía la vida de Anita, una
puta berlinesa. Tuve muchos encuentros y las cuponeras ardían en manos de los
soldados que pasaban unos días en la ciudad. Me daba pena los soldados. La
mayoría, jóvenes añorando su familia, sus mujeres, algunos sus hijos, hasta el
punto de convertirme en un cuerpo confiable, donde además de sexo, derramaban
sus miserias.
Una vez, al tomar el
callejón hacia el apartamento, que compartía con dos chicas, se me presentó un
matón que me acorraló y me ofreció droga por sexo, esa fue la punta del iceberg.
Inmediatamente comencé a
consumir drogas pesadas y alucinógenas y el cambiarlas por sexo fue moneda
corriente. Ya no me estaba resultando tan atractivo, yo había pagado por diversión
y, sobre todo, juventud. Pero, contrariamente a lo que podría pensarse, la
adrenalina que corría por mis venas me hacía sentir viva.
Berlín era una explosión
de arte, literatura, cine, el entusiasmo y el positivismo irresponsable que disfrazaban
un decadentismo, se hacía sentir en forma estridente. Eran tiempos de ansiedad
y hedonismo, de libertades sexuales y de experimentación artística. Yo venía de
un año donde las epidemias habían arrasado gran parte de la población. Las
artes, despojadas de todo encanto, quedaron rezagadas a un segundo lugar. La
prioridad era conservar la vida y en base a eso, las ganancias de los
laboratorios eran astronómicas. La carrera farmacéutica por la cura de la
epidemia, había resultado catastrófica. Las vacunas cobraban miles de vida en
el planeta, aplicando su experimento nigromante. El futuro resultaba aburrido,
inquietante y desestabilizante. Los políticos se pavoneaban anunciando grandes
avances ante la guerra epidemiológica, pero lo cierto era que los virus estaban
ahí y dispuestos a quedarse. Era deprimente y angustiante, el miedo al futuro
era la cara opuesta a lo que estaba experimentando.
Cierto día “Gött” como la
llamábamos, nos informó que deberíamos hacer un espectáculo de desnudo para
altos funcionarios de la República de Weimar.
—¡Pongan a trabajar sus cabezas, a ver que sale! —gritó.
A mí se me ocurrió un
baile con algunas hojas cubriendo nada y lo llamé: "kokain" que era
la droga por excelencia de la noche. La coreografía fue mi creación. Me
deslizaba sobre cuerpos masculinos, desnuda. La idea era que nos untáramos los
cuerpos con aceite, yo me cubría con algunas hojas vegetales y al serpentear
sobre ellos, las hojas quedaran adheridas a sus cuerpos. Al finalizar, llegaba
a destino, desnuda y desfalleciente. Todo un trance erótico, difícil de superar
que acababa en un clímax desenfrenado. Fue un éxito y terminé en un encuentro
con varios hombres uniformados. Fue la primera vez que tuve un expediente
policíaco.
En un momento me había
transformado en diversión de soldados en el frente y a “kokain”, siguieron
otros espectáculos desnudos con o sin acompañantes.
Las enfermedades venéreas
y la tuberculosis, eran la correspondencia de las epidemias de mi tiempo. La
gente sentía temor, se empezaron a vender toda clase de bebidas energizantes y curativas.
La magia pasó a ser parte del consumo de la sociedad. Los astrólogos hacían
mucho dinero, al igual que los laboratorios del futuro. Los adivinos surgían
como hongos y a cuál más confiable, exhibiendo diplomas de estudio, colgados en
las paredes de los consultorios. El temor corrió como reguero de pólvora entre
los prostíbulos y teníamos un exhaustivo examen semanal que, en parte, nos
hacía sentir protegidas.
Un día, luego de una
larga gira por los frentes de batalla, me sentí cansada, quería tener una
relación seria, entonces, decidí casarme con un hombre que no conocía y que no
formaba parte de mi mundo. Era el fragmento de realidad que me faltaba entre
toda la vorágine. Era la parte intelectual, cuerda y estable. Pero, pronto eso
no funcionó. Mi vida era el cabaret, no los aburridos paseos para alimentar
patos por los parques y ni pensar en una familia. La decisión la tomé un día
cuando al final de mi jornada, llegué a casa y él me estaba esperando para
darme la noticia de que nos mudábamos de Berlín. ¡Berlín era mi vida, no podía
abandonarla! Y se marchó.
Sin mi cable a tierra,
anduve un tiempo sin rumbo. Decidida a salir del pozo de depresión se me
ocurrió realizar un show con una mujer, al que llamé “Morphium” y como la
anterior “Kokain”, fue una explosión en las cabezas berlinesas. El show era
claramente lésbico. Esta vez no había aceites, sino collares de perlas, largos
collares que envolvían nuestros cuerpos desnudos. Las perlas acariciaban
nuestra anatomía, besaban el clítoris, nuestros muslos y terminaban en nuestra
boca. A veces daban vueltas en nuestros cuellos y nos excitaban al máximo,
ahogando un grito de placer. Al igual que las hojas en Kokain, las perlas en
Morphium fueron los objetos aliados que despertaron el erotismo y claro,
nuestras pervertidas intervenciones.
Aunque no tuve una
relación con la chica detrás de bambalinas, los periódicos ardieron con
historias de esas dos mujeres del cabaret berlinés. Los anuncios se exhibían en
los periódicos y en grandes afiches, donde se nos mostraba desnudas con
collares de perlas que tapaban un poco los senos. Eso marcó una gran afluencia
de público y “Gött” estaba en la gloria.
Al cabo de algunos años,
mi vida se había convertido en un martirio. Ya no era agradable, todo se había
tornado oscuro, y deseé volver al punto de inicio.
Cuando conocí a Hans, se
me presentó como un artista arrogante, como todos los que desfilaban por los
salones y cafés. Un poco loco, un poco atrevido, algo surrealista y muy
crítico. Endemoniadamente guapo.
Llegué a frecuentar su
atelier, por curiosidad y por placer. El recinto estaba desordenado, lámparas
de bronce amontonadas en los rincones y encendidas, lienzos y pintura por donde
se mirara y sobre un viejo y destartalado sillón, dormía plácidamente un gato. Era
un ambiente donde nada se cuestionaba como prohibido. Se exaltaba el cuerpo
como un medio de expresión.
Hans, logró darme un poco
de entusiasmo. Un día en su atelier, me convenció de posar para un retrato y me
pintó y creí que podría recuperar mi brillo, pero odié esa pintura. Marcaba mis
miserias. Hans fue el broche de mi vida. Discutíamos todo el tiempo, él con su
marcado nacionalismo, pero rebelde ante las etiquetas y yo con mis shows que
eran cada vez más atrevidos.
Tuvimos un tórrido
romance que terminó un día de primavera. Habíamos pasado una velada con
artistas del Burlesque que tiraban pintura en las paredes y en los cuerpos de
los invitados a la vez que hablaban de política. El humo de los cigarrillos aún
se mantenía suspendido en el aire, el lugar apestaba, pero el sol entraba radiante
por las ventanas, calentando el ambiente. Hans se levantó de malhumor y sin
explicaciones, me despertó con un cubo de agua y me echó de su casa. Las
lágrimas corrían por su rostro y no me miró a los ojos, cuando me empujó hacia
la calle y cerró la puerta. Los cafés
estaban abriendo y algunos puestos de helado empezaban a pintar en las aceras.
Una cola de gente frente a un banco con las cortinas bajas, se divisaba a lo
lejos. Me paré frente al escaparate de una zapatería sin pensar en nada.
Encendí un cigarrillo y me vi patética con mi bata y mis zapatillas. Comencé a
caminar las cuatro cuadras que me separaban del apartamento, y al llegar, ya me
había olvidado del incidente. Al término del día, Hans se había suicidado.
Mi cuerpo había sufrido
mucho en los últimos años. Cuando supe que había contraído tuberculosis, en una
de las giras, me sumergí en el alcohol. Mis compañeras de cuarto sacaban una
silla y hacían que me sentara al sol; me obligaban a disfrutar del hermoso
paisaje de árboles verdes y trataban de hacerme escuchar el canto de pájaros. Todo
eso me hacía sentir más desgraciada. Estaba acabada.
Una noche, me encontraron
desmayada en la calle, en sumo abandono. Me llevaron a una clínica siquiátrica y
en el transcurso de unos meses, dejé la bebida. El médico me había aconsejado,
cambio de aire y de trabajo, pero ya era tarde. la sentencia de muerte caía
sobre mí como el péndulo de Poe.
Fue grandioso pensar que
yo tomaba las decisiones.
Y volví a mi tiempo solo
para morir.