viernes, 15 de septiembre de 2017

LA ESFERA ROMUALDO

Mónica Marchesky


Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.
“La muerta enamorada”
Theóphile Gautier

Corría el año 1836 cuando Clarimonda despertó y se encontró enterrada en el cementerio de la Abadía. Romualdo, estaba desconsolado por su muerte. Ella, como toda mujer vampiro, había violado la primera enmienda de los vampiros que dice: “No debemos enamorarnos de nuestros recursos”. Pero, éste recurso, era lo que ella necesitaba, su sangre, sus modales y cumplidos, era algo que no estaba acostumbrada a recibir, sobre todo esa sangre, dulce, con aroma a pecado, esa sangre maldita por la decisión de convertirse en sacerdote, era algo que, a ella, al jugar con lo prohibido, la enloquecía.
Clarimonda era hermosa; sus cabellos, de un rubio claro, caían sobre sus hombros; las negras pestañas, contrastaban con las pupilas verde mar. Una mirada penetrante y cautivadora. Imposible resistirse.
Lo visitaba de noche para succionar una gota de su sangre, que era el elixir que la mantenía viva, a pesar de estar muerta. No era cualquier sangre, era la de un pecador. En uno de esos días y mientras él dormía, le arrancó unos cabellos de raíz, le cortó algunas uñas y le extrajo sangre que guardó en una pequeña esfera de ámbar. Lo llevaría siempre con ella. El tiempo pasó y ella siguió visitándolo como de costumbre. Un día, se encontró con que ladrones habían entrado a la mansión de su amado, destrozándolo todo, buscando sin duda monedas de oro y joyas.
El pobre Romualdo estaba tendido boca abajo, con un golpe en la cabeza. Su muerte fue un hecho embarazoso, ya que ella lo quería vivo. Nunca pensó que moriría tan estúpidamente. Esa muerte decadente la llenó de hastío. Su Romualdo requería una muerte más aparatosa, más espectacular y sin embargo allí estaba con su bata a media pierna, el cabeza ensangrentado y en sus dedos, enredado, un rosario de cuentas. ¿Qué estaría haciendo? ¿Rezando por sus pecados? Eso la cautivó aún más y deseó poseer su sangre como nunca antes.
 Destrozada Clarimonda se mudó de Venecia a Londres, allí buscaría otro Romualdo, aunque no podría llegar a sustituirlo nunca. Él había tenido su propio conflicto interno con la iglesia, con las tentaciones y con su humanidad. Sus devaneos con el placer lo mantenían despierto hasta altas horas. Esa noche fatídica lo encontró caminando por su habitación mesándose los cabellos, cuestionándose, sintiendo la voz del Abad que le decía: ¡Ten cuidado con las tentaciones!, hasta que cayó rendido. No oyó a los intrusos.
Pasaron muchos años y en el Londres Victoriano, Clarimonda tuvo una gran cantidad de amantes, pero ninguno como su Romualdo. Pequeños mecanismos eran sus asociados. Relojes de oro con una música celestial eran sus regalos favoritos; la música los encantaba, los dejaba indefensos a sus deseos. Se movía en el submundo londinense como ave de caza.

Guardaba con recelo, dentro de una caja minuciosamente labrada en roble, la esfera de ámbar con los datos genéticos de su Romualdo. Un día, pasó a visitarla una vieja bruja conocida de su madre. La visita de la vieja en realidad fue para ver si podía robar algo de la casa y venderlo a los gitanos de los antros oscuros de Londres. No se equivocó, en un descuido de Clarimonda, la astuta extrajo la esfera de ámbar, la tomó en sus manos y los arabescos que formaban la sangre, los cabellos y las uñas del infortunado Romualdo, parecían hermosas amapolas atrapadas dentro de su ambiente transparente. Sin duda sacaría una buena suma por esas flores en las tiendas de los traficantes de objetos raros.
Clarimonda no desconfió nada hasta muchos meses después, cuando descubrió la falta de la esfera. Recordó entonces a la vieja astuta, conocida de su madre; la bruja era una de las vampiros más experimentadas en las lides del engaño. La convocó a una reunión, pero la susodicha no concurrió, envió a un emisario, quien le dijo que el objeto que Clarimonda buscaba, lo había vendido a un gitano húngaro hacía tres meses. Era un milagro que aun estuviese en su poder.
Los gitanos húngaros –pensó Clarimonda- difícilmente salen de su territorio, a lo sumo a Ucrania o Checoeslovaquia. Comenzó entonces su búsqueda, no sin antes enviarle un mensaje a la vieja con el emisario que decía: tú y yo arreglaremos cuentas más tarde.
Bajó al sótano donde tenía una especie de altar, era el lugar de meditación y se dispuso a buscar en qué lugar se encontraban ahora los gitanos. Una pira con agua era su visor de mundos. Los encontró en la región de Debecen en Hungría. Se trasladó en presencia espiritual ante el gitano y supo que la esfera había sido vendida a un anticuario serbio de Belgrade.
En Serbia tenía un viejo conocido: Peter Plogojowitz. Recurrió a él, sabiendo que no la defraudaría. Su porte enigmático y joven la había atraído siempre; en el pasado compartieron un ágape de varios días y se prometieron volver a verse. De eso había pasado ya algún tiempo. Peter sumó fuerzas con Clarimonda para buscar la esfera de Romualdo. El vampiro no entendía, por qué motivos su colega buscaba los datos de un mortal, era algo que a veces lo desconcertaba de las mujeres de su especie. Eran jóvenes hermosas, con una fuerza para contener sus impulsos y ver cómo el tiempo transcurre a su alrededor; pero algunas eran unas románticas empedernidas que morían por príncipes inalcanzables o como Clarimonda, que adoraba a un sacerdote pecador.
El anticuario de Belgrade, tenía la esfera a buen resguardo, bajo llave, en una vitrina donde se podían ver las amapolas a trasluz. Pedía un precio elevadísimo por la rareza. Los dos se presentaron en la noche, cuando las sombras los ocultaban y robaron la Romualdo que le pertenecía a Clarimonda. Al tenerla entre sus manos revivió todo el amor que sintió entonces, y toda la pasión que seguía sintiendo por él.
Peter, al ver que ella se consumía, le propuso visitar la casa de un gran amigo suyo en Alemania. Clarimonda lo siguió. La zona donde se encontraba el castillo, era un vasto bosque rodeado de niebla que salía de las lagunas. La mole destacaba sobre una colina. Por las aberturas que se veían, parecía tener más de cien habitaciones, cada una alhajada con distintos colores y cuadros de ancestros. Y en la sala, un enorme jarrón de rosas amarillas. Había pasado mucho tiempo desde la muerte de su Romualdo.
Al llegar al Castillo, los recibió el anfitrión en persona, era un hombre canoso, de aspecto prolijo y reservado. Luego de las presentaciones y saludos de bienvenida, ambos hombres se retiraron a la biblioteca por unos minutos, al cabo de los mismos, la convocaron a que se sumara a la reunión. Peter lo había puesto al tanto del sufrimiento de la bella. 
El hombre quedó impresionado con su mirada y atinó a proponerle un trato para rescatar a su Romualdo. Tendrían que bajar a las catacumbas del Castillo, donde estaba instalado un avanzado laboratorio, con los últimos adelantos científicos y tecnológicos. Al bajar por el ascensor, pudieron ver un mar de personas vestidos de distintos colores que se desplazaban como hormigas por todo el recinto.
            -Hay trabajadores de distintos proyectos científicos, japoneses, alemanes, franceses y de casi todos los puntos del planeta. Le devolveremos la vida a tu pícaro sacerdote –dijo el canoso a la vez que los hacia descender hacia la planta del laboratorio.
Clarimonda apretaba La Romualdo entre sus senos. Los ojos asombrados de los dos  quedaron pegados en las cápsulas de vidrio donde se veían cuerpos desnudos sumergidos en un líquido incoloro. El hombre les presentó varios experimentos que se estaban desarrollando. Para el caso que los preocupaba, se dirigieron directamente al área del color rojo.
            -Debes entregar la esfera –dijo- todo va a salir bien, agregó.
Ella la depositó sobre una cinta transportadora y en un segundo desapareció dentro de una gran cápsula.
            -Serán mis huéspedes por unos meses hasta que el proceso termine.
Y así fue, durante unos meses, Clarimonda y Peter fueron agasajados por su anfitrión. El castillo era enorme, nunca en todo el tiempo que tuvieron pudieron recorrerlo en su totalidad. La fiesta de bienvenida fue una bacanal con mucho lujo. Llegaron invitados de todas partes; eran personas influyentes que ocupaban cargos importantes en la sociedad. Todos vampiros. Todos sedientos de conocer a la Clarimonda de Venecia, que se integraba a la comunidad.
Los días posteriores fueron más tranquilos, paseos en barca por las lagunas, juegos, visitas al bosque que rodeaba al castillo donde clasificaron aves. Cierta noche, Clarimonda estaba sedienta y le preguntó cómo se proveían del elemento carmín para sobrevivir.
            -¿No has visto los cultivos en las catacumbas? Busca lo que quieras, querida.
Entonces era lo que ella había pensado, eran cuerpos de reserva, cultivados a su antojo para su consumo, como una gran despensa bajo tierra.
            Ella pensó cómo habían cambiado los tiempos desde que se despertara en su ataúd en el cementerio de la Abadía. Toda una cantidad de años y de adelantos.
            -No bajamos más al pueblo a buscar nuestro sustento, eso era un eterno problema; además, las miradas subían cada vez más desafiantes desde el bajo hasta nuestra casa. Decidimos realizar nuestro propio cultivo y fue una solución que hizo bien a todos. En todo caso, sabemos lo que consumimos –agregó en una sonrisa.
Al cabo de unos meses, bajaron nuevamente a las catacumbas; la excitación era ruidosa, el recurso estaba empezando a tener movimiento. Al ver a su Romualdo suspendido en el líquido, Clarimonda dio un grito. El cuerpo movía los dedos de la mano, esa era la primera señal de que estaba todo bien.
            -Todavía faltan otros desarrollos evolutivos, pero el que ya tenga movimientos es algo positivo. Regresaremos en unos días y veras la transformación de tu Romualdo.
 Cuando bajaron al cabo de un mes, el cuerpo estaba sobre una mesada, los tendones se terminaban de desarrollar y una leve piel cubría parte del torso.
            -¿Qué harás cuando esté listo? –preguntó el canoso.
            -Me lo llevaré a Venecia.
            -¿En qué época, en la actual? ¿Dónde todo se cuestiona?, ¿dónde no hay casi lugar para los vampiros?… ¿por qué no vuelves con él donde todo empezó? a 1836, a tu Palacio en Venecia y lo tendrás todo para ti –dijo, casi en soliloquio, a la vez que le enseñaba un tubo de cerámica vertical.
            -1836 -expresó Clarimonda- Venecia, mi Palacio Concini, nuestra cama, nuestra vida de enamorados, cómo quisiera rescatar todo ese tiempo perdido.
Tomó la mano de Peter y le dijo: Aun quiero encontrar a una vieja amiga que me robó en Londres algo muy preciado. Sé donde puedes encontrarla le contestó Peter. Después, después, ahora tengo algo más importante que hacer dijo ella.
***
            Romualdo se despertó de un salto, sofocado, con sudor en la frente. Un grito se le ahogó en la garganta.
            -¿Qué sucede amor mio? –preguntó Clarimonda a su lado.
            -Tuve un sueño donde tú…yo…ellos…
Clarimonda se impulsó sobre el cuerpo desnudo de Romualdo, besándolo, sedienta de su piel, oliendo la sangre correr por sus venas nuevamente. Lo recorrió como un animal en celo, le tomó de los cabellos y le susurró al oído.

            -Calma amado mío, estamos aquí, solos tú y yo, tranquilo, fue solo un sueño…

miércoles, 7 de junio de 2017

LA COLECCIÓN DE MUÑECAS



Mónica Marchesky

Isabel tenía que conseguir esa muñeca rusa para la colección. Tenía muñecas de distintas procedencias y lugares. Todas guardando su diferencia; de cerámica, de loza, de papel, de tela. La última que había adquirido era una kokeshi japonesa trabajada en una sola pieza de madera, que le había llevado tiempo conseguirla. Pero aquella matroshka rusa era su último objetivo.
También era de madera pintada como la kokeshi; tenía en su interior otra muñeca la que a su vez en su interior tenía otra, eran tres distintas en una sola. Un día la había visto en el escaparate de la casa de compra-venta de aquel hombre tan desagradable como enigmático que era su propietario.
-No está a la venta -le había dicho- es de colección privada.
Luego de muchos años y al enterarse que el hombre había muerto, fue hasta el centro comercial y de paso entró al local; era atendido ahora por su nieto que era igual de desagradable que el viejo.
No encontró por ningún lado la muñeca rusa, pero el nieto le dijo que él había pedido que lo enterraran con todas sus colecciones, las que habían sido colocadas dentro de la cripta familiar con el cuerpo. Lamentó el hecho de haberlas perdido, porque tenían un valor incalculable para coleccionistas.
-Pero -le dijo-  era la colección privada de mi abuelo.
Isabel no podía dejar que se le escapara la muñeca por capricho de aquel desagradable hombre, entonces esperó la noche, violó la cerradura, encendió una antorcha y al abrir la puerta comprendió la monstruosidad que se ocultaba en aquella cripta.
El féretro estaba allí, la colección se distribuía por todos lados alrededor de él. Buscó en la semioscuridad la muñeca rusa hasta que al fin la encontró.
De pronto, la tapa del féretro comenzó a abrirse y una mano descarnada emergió de entre las sombras, la sangre se le heló al ver que aquello se le acercaba arrastrándose, vio cómo las muñecas tenían los ojos puestos en ella y sintió una pincelada sobre su rostro, gritó sin poder moverse hasta que aquello terminó de maquillar su cara, arreglar sus cabellos y colocarla sentada junto a las otras muñecas.
Aún tenía la matroshka en las manos, eso la tranquilizó, y cerró los ojos. 

viernes, 21 de abril de 2017

LAS SANDALIAS DE LA REINA

Mónica Marchesky



 Martha no podía creer que estuviera pisando suelo egipcio. El trayecto hasta el hotel, terminó con un largo periplo que comenzó en la terminal aérea de Montevideo, pasando por Buenos Aires, Londres, Estambul y finalmente El Cairo.
Siempre se preguntó por qué la atraía tanto la cultura egipcia. Desde chica, tuvo la convicción de que algún día, llegaría a ver la obra colosal de los faraones que tantos misterios encerraban, aún en nuestros tiempos.
Se había preparado para el encuentro, estudiando y perfeccionándose hasta llegar a ser una experta egiptóloga.
Su casa en las afueras de la ciudad, estaba rodeada de jardines, custodiada por dos grandes mastines que se perdían entre estatuas de piedra que bordeaban un pequeño estanque. En el interior, predominaba una decoración egipcia, reproducciones, jarrones, escarabajos en oro, objetos que había adquirido en remates y casas de antigüedades.
La Sociedad de Egiptología le había propuesto el viaje ya que se realizaría en los próximos días un congreso en El Cairo, y su original ponencia de conservación de los elementos arquitectónicos basados en láser, el cual no era invasivo para las partículas, había despertado gran interés entre sus colegas. Este viaje desenmascararía sus visiones fetichistas o la atraparía para siempre. Quiso ir unos días antes del congreso, luego no tendría tiempo, atrapada en sesiones agotadoras, ponencias interesantes y debates y foros que no quería perderse. Tenía sólo familiares lejanos que no veía muy seguido y pocos amigos; esta experiencia la quiso realizar en solitario, tratando de encontrar el objetivo de su vida.
Comenzó a recorrer las calles atestadas de gente y se detuvo ante una tienda donde le llamó la atención unas diminutas estatuillas que le recordaron los objetos votivos del antiguo Egipto, los cuales eran su debilidad.
                                            ¡Pruébeselas! –dijo el hombre cuyo rostro se confundía entre abalorios y cerámicas de dudosa procedencia–. ¡Pruébeselas! –repitió extendiéndole unas viejas sandalias que sostuvo delante de los ojos de Martha.
Las tomó en sus manos y notó que eran suaves a pesar del aspecto tosco y arrugado.
                                            ¡Shamir! El gran ilusionista –gritó, sorprendiéndola al salir de su refugio– ¡Le regala momentos de aventura! –al ver que ella dudaba, prosiguió–. ¿A quién cree que pertenecieron estas sandalias? –ahora en un tono intimista.
                                            Pues, déjeme ver –contestó Martha que en realidad se estaba poniendo nerviosa, puesto que la gente ya se había acercado a observar el show del acalorado vendedor, que levantando los brazos hacía volar su túnica en un día asfixiante.
                                            ¡Son las sandalias de la reina Nefertari! –dijo caminando alrededor de los casuales interlocutores que lo seguían con la mirada–. ¡Confeccionadas en fibra vegetal!
                                            ¡Ooooooh! –murmuraron a coro los turistas entre incrédulos y asombrados.
                                            ¡Pasen! –gritó el vendedor con una rapidez que solo los años dedicados a la profesión le habían enseñado–. ¡Pasen señores! Que dentro encontrarán lo que buscan. ¡Objetos para que puedan vivir las experiencias de los reyes y dioses!
                                            ¡Shamir! –le gritó un joven de atrás del grupo–. ¿Tienes “El libro de los muertos?”
                                            ¡El libro de los muertos! –retomando la frase del muchacho, agregando sin pausa y haciendo sonar un amuleto metálico que pendía de su cuello, con el choque de anillos que le cubrían parte de los dedos.
“¡Los siete escorpiones de Isis! ¡Los ungüentos del faraón Amenofis! ¡El collar Menat de la diosa Hathor! ¡Las dos plumas del dios Horus! –gritando a los turistas que en tropel entraban a la tienda en busca de una aventura.
“¿Y bien? –dijo Shamir volviéndose a Martha–. ¿Cuánto pueden valer para usted las sandalias de la reina Nefertari?
Martha sabía que las sandalias de Nefertari habían sido encontradas en su tumba en la antigua Tebas, y que decoraban actualmente un escaparate en el museo Egipcio de Torino, pero quiso seguirle el juego...
                                            Si realmente son sus sandalias –contestó Martha dudando–. No tienen valor.
Pensó en la ardua tarea de llegar a un acuerdo con el vendedor, pero inesperadamente Shamir cambió su tono grotesco y burlón volviéndose complaciente y amable.
                                            ¡Lléveselas! Son hechas a su medida mi reina –y se perdió en el interior de la tienda sin que Martha pudiera reaccionar. Se las guardó en el bolso y se dirigió al hotel.
Luego de una ducha, se cambió de ropa y con ansiedad se calzó las sandalias que se amoldaron a sus pies; saldría a cenar y pensó que tendría que usarlas, o se perdería la sensación de estar caminando con el calzado de la reina Nefertari... aunque fuera solo una ilusión.
¿Llegaría algún día a sentir como Nefertari el amor que Ramsés II le había entregado a su reina? Ella aún no había encontrado a su faraón. Conservaba el aspecto de adolescente; una piel morena y su larga cabellera negra ondulada, le conferían una belleza singularmente exótica. Aunque ella se definía como “común, demasiado delgada y algo insulsa”.
Estaba demasiado excitada por encontrarse entre esos monstruos de piedra, entre las imágenes que tantas veces había recorrido con el dedo en los textos de estudio. Con gesto responsable marcó el recorrido de los lugares que debía visitar. Al día siguiente se dirigiría a Abu Simbel dónde la esperaba un espectáculo sin precedentes; por lo menos eso era lo que anunciaban los carteles en la entrada del hotel. Se anotó para la visita y el guía le garantizó sorpresas y show de luces, algo que según el entusiasta joven no se olvidaría jamás.
Estaba ansiosa, le quedaban algunos días para visitar templos y el museo de El Cairo y los sentimientos que la acosaban cada vez que se encontraba de viaje eran esta vez muy fuertes. Una parte quería descansar y extrañaba la rutina, pero la parte aventurera, le pedía más acción, no la dejaba sentir el cansancio físico, la incitaba a cometer excesos. Aunque había tomado todas las precauciones para cuidarse del sol, la sequedad del clima y el calor se habían adueñado de su cuerpo, la piel bronceada la hacía sentirse con algunos años menos, pensó sonrojándose que era una típica adolescente de cuarenta y cinco años.
Regresó al hotel y al entrar a la habitación la envolvió un aroma a flores. Aún tenía en los ojos las imágenes de las pirámides de Mit-Rahina y Saqqara que despertaron en ella una pasión incontrolable por Egipto y se sentía ansiosa con la visita del templo que el faraón había ordenado en honor a su reina.
Caminó hacia la ventana, el ruido de la calle, las luces, el sonido de los vehículos la hizo sentirse viva. Notó el contraste con la gran mole de arena del desierto, solitario, durmiendo un letargo misterioso, y se sintió como en su casa.
Pensó: ¿cómo habría sido en realidad ese gran día en el que la reina amada y venerada por su esposo visitara por primera vez el templo?
Se despertó con un sobresalto al escuchar música y gente que corría por los pasillos del hotel. Suavemente se abrió la puerta y entraron cuatro doncellas risueñas y hermosas, muy jóvenes, llevaban el cabello con tirabuzones a ambos lados de la cara y uno más grueso en la espalda, coronados por una diadema de turquesa y lapislázuli.
Al llegar frente a Martha se inclinaron hasta el suelo en una profunda reverencia y le sonrieron cómplices e inmediatamente comenzaron con la labor de desvestirla. Dio un paso hacia atrás y las doncellas le indicaron el baño a lo que accedió a seguirlas, pensó que sería parte de la representación. Como ese día recorrerían el templo, tal vez recrearían el momento y con agrado se dejó llevar.
Luego de desvestirla, siempre en respetuoso silencio, le untaron el cuerpo con ungüento de terebinto e incienso, mezclado con semillas y perfumado con flores naturales. Los preparativos siguieron en otra sala, le acercaron una silla con un alto respaldo incrustado en oro, plata, turquesas, cornalinas y lapislázuli. Una de las doncellas llenó jarrones con flores de loto, otra la abanicó con plumas de ganso, y la última, la que parecía prevalecer sobre las otras, le acercó vestidos de suave lino. Martha eligió uno muy sutil, que le marcaba los rasgos femeninos. La misma doncella que parecía ser la vestuarista, le mostró un cofre de madera tallado, donde se podía observar joyas con diseños increíbles. Se quedó con un collar pectoral de escarabajo, realizado en oro con incrustaciones en piedras semipreciosas, un brazalete y una diadema finamente elaborados. Otra de las chicas le realizó un complicado peinado, le acercó un té de hierbas que le supo a menta y algún bocadillo para el desayuno. Estaba todo bajo control, pero la demora de los preparativos la estaba poniendo impaciente; sin darse cuenta habían pasado dos horas y las muchachas seguían aún ajustando detalles. “Solo un toque más” le acotó la maquilladora, mientras con suma pericia deslizaba un pincel vegetal sobre sus ojos y labios.
                                            Mebet-tui (señora de las dos tierras) –le dijo y se alejó de frente para reunirse con las otras muchachas que habían terminado y contemplaban el resultado de su trabajo.
Martha se puso de pie con mucho cuidado tratando de mantenerse erguida, el atuendo era pesado, pero no incómodo y caminó con desenvoltura.
Aun resonaban en su oído las palabras Mebet-tui que le había dicho la maquilladora; pensó cuánto realismo había puesto la producción del espectáculo.
Al presentarse en la puerta, las personas que con alegres sonidos se entretenían, callaron y quedaron tan asombrados como ella, cuando vieron a una Nefertari impostora, pero muy bien lograda.
Notó que algo en el hotel había cambiado: las paredes sin otros adornos que frisos representativos de la vida cotidiana, aberturas sin puertas y escaso mobiliario.
Comenzó a sentirse abrumada por los objetos que reconocía a cada paso, los cuales deberían estar en museos de todo el mundo y estaban allí frente a sus ojos y parecían verdaderos; pensó que todas esas reproducciones engañarían al más experto.
Al llegar al templo todos se inclinaron hasta el suelo en señal de reverencia. Martha no salía de su asombro, vio rostros aceitunados, sudorosos, algunos alegres, otros tristes y apagados. Franqueando la puerta principal del templo mayor se encontraban cuatro colosales estatuas sedantes de Ramsés II.
En el templo más pequeño, dedicado a Nefertari y a la diosa Hathor, pequeñas estatuas de Ramsés II, de Nefertari y de sus hijos adornaban la fachada. Al entrar, un frío le recorrió el cuerpo, sabía que era un templo funerario y eso la hizo estremecer.
Sentado y con toda la omnipotencia de un Rey la esperaba un hombre cuyo parecido a Ramsés era increíble. Martha pensó que habían encontrado el doble perfecto para el espectáculo: robusto, bello, de perfil aguileño, dominante. Ramsés se irguió ante Martha y tomando su mano pronunció las palabras: Hermet-nesu-weret (gran esposa real), y a continuación declaró: “rica en alabanzas”, “dulce amor” y “bella de rostro” dedico este templo en tu honor para que siempre estés a mi lado...
En ese momento hubo una gran revuelta en las afueras del templo.
                                            ¡Hititas! ¡Hititas! -gritaron las personas que hacía solo un momento la habían escoltado al templo, y corrieron a resguardarse, mientras sus casas eran quemadas.
Martha no lograba coordinar las ideas, el espectáculo era muy bonito y ella estaba viviendo lo mismo que Nefertari, pero no le gustaba ese ensañamiento con los jóvenes, sus mujeres e hijos. Era demasiado real y no lo podía entender.
Un séquito de guardias armados se apresuró a sacar al Faraón por uno de los pasillos mientras que otros la protegían a ella y deprisa la guiaban hacia una galería. Al mismo tiempo, una emboscada se desplegaba en los corredores del templo, los guardias eran abatidos y dos fuertes y enormes brazos la asieron por la cintura, la arrastraron hasta el exterior y la subieron a un caballo hasta perderse en las arenas del desierto.
Arribaron en la noche a un campamento desordenado, mugriento y con olor a sangre. Martha se sacó el tocado de la cabeza, esperando que terminara pronto toda esa burda representación, y poder volver al hotel.
                                            Lamento hacerte pasar por esto –le dijo una voz profunda a su espalda, era el mismo Ramsés que había visto sentado en el templo.
                                            ¿Pero que es todo esto que está sucediendo? –preguntó Martha desconcertada
                                            Son los Hititas que no se dan por vencidos –dijo Ramsés paseando de un lado a otro preocupado, haciendo grandes ademanes–. A pesar de los años de lucha con Muwatalli, a pesar de Qades, siguen cada tanto molestando a nuestro pueblo...
                                            ¡Mi señor! –gritó un guardia desde afuera–. Debemos movilizarnos antes de que amanezca –a la vez que se introducía en la improvisada tienda.
                                            ¡Protege a la reina con tu vida! –le dijo Ramsés al guardia tomándolo por los hombros–. Nos vemos en Wasit (Tebas) y espero encontrarlos sanos y salvos. ¡No hay tiempo que perder –agregó cubriendo a Martha con una túnica de grueso lino, mientras la ceñía contra su cuerpo.
Se sintió tan cobijada en ese abrazo que no habló, se limitó a disfrutar el momento, estremeciéndose junto al cuerpo de Ramsés. Cerró los ojos y una sonrisa le agrietó los labios resecos, mientras las lágrimas se ocupaban del tan minucioso maquillaje.
Los acontecimientos estaban pasando muy rápido y Martha no había tenido tiempo de pensar en nada, los sucesos se desencadenaban como si estuvieran programados, como si cada personaje supiera que era lo que tenía que hacer en la representación histórica.
                                            ¡Vamos mi reina! –le recordó el guardia, mientras la guiaba por una salida hacia lo desconocido.
                                            ¿Adónde me lleva? –preguntó mientras corrían hacia los caballos–. ¿De vuelta al hotel? –al no tener respuesta del guardia, detuvo su marcha y le retiró la túnica que le cubría el rostro.
                                            ¡Shamir! –gritó–. ¡Gracias a dios!
                                            Vengo por las sandalias –dijo sin preámbulos, apretándole el brazo, hasta lastimarla.
La confusión de Martha era una embriaguez que le consumía los sentidos, pero de algo estaba segura, si le entregaba las sandalias a Shamir, todo se esfumaría.
                                            ¡No! –gritó a la vez que comenzó una loca carrera.
                                            ¡Debe entregármelas! –le gritó Shamir persiguiéndola.
Cuando logró alcanzarla se miraron interrogativos y confusos.
                                            No querrá reemplazar a Nefertari –dijo Shamir, jadeando.
                                            ¿Por qué no? –preguntó Martha casi suplicando.
                                            Ha sentido el amor como ella lo tuvo y como usted nunca lo había imaginado, pero también sufrirá la muerte de la reina que sucederá en unas horas...
                                            ¡No tengo miedo a morir, he sentido la ilusión de ser amada! –gritó a la vez que se liberaba de Shamir.
                                            Puedo ofrecerle otras emociones, aunque no sé si tan intensas como ésta –aseguró el vendedor.
Un insistente golpe en la puerta la despertó.
                                            ¿Señora?
                                            ¿Qué? –atinó a balbucear.
                                            Señora, soy uno de los guías de la visita al templo.
                                            Un momento –dijo a la vez que se miraba los pies descalzos y revisaba su ropa y cabello.
Al abrir la puerta de la habitación se encontró con la cara preocupada del guía quién le explicaba que la visita a Abu Simbel se había cancelado por motivos de seguridad: había ocurrido un atentado en el centro de la ciudad.
Escuchó disculpas y rechazó una visita al Museo.
Con paso decidido se dirigió a la tienda de Shamir, entró sin llamar.
                                            La estaba esperando –dijo Shamir entre túnicas de colores y objetos de todo tipo.
                                            Me voy en dos días.
                                            Usted no se irá nunca de Egipto –sentenció Shamir extendiéndole un objeto envuelto en papel de seda.
                                            ¿Qué es? –preguntó estrujando el fino papel.
                                            Ya lo sabrá... sólo que esta vez...
                                            ¿Lo encontraré nuevamente? –interrumpió Martha.
                                            Sí.
                                            Usted es…
                                            El albacea de los objetos reales –y se perdió en el interior de su tienda.
Martha desenvolvió el sistro sagrado de la diosa Hathor.