viernes, 13 de noviembre de 2020

¡Mira, nena, tienes todo el puto mundo!

 Mónica Marchesky




Al abrir los ojos me sorprendí frente a un espejo de luces. Mi cara extremadamente maquillada. Plumas blancas adornaban mis hombros y mis senos enormes y turgentes, desbordaban del corsé. Mi cabello estaba cortado a la moda en un mechón corto y de un rojo brillante. Mis labios eran de un color púrpura y dibujados a la perfección.

Las chicas resplandecían a mi alrededor, con sus grititos histéricos y groserías sexuales. La excitación antes de la función, burbujeaba en lentejuelas y ligueros. Inspeccioné mi cuerpo, descubriéndolo y me gustó lo que vi, tenía alrededor de veinte años y toda la potencia de la juventud. Aunque me resultó extraño estar en un cuerpo delgado, me dejé llevar.

Había pagado por una experiencia. Estaba decidida. Y ¡Mira nena, tienes todo el puto mundo! Había empezado bien.

En el correr de los días me fui adaptando al ambiente y me resultó luminoso, agradable; las personas tenían grandes sueños. Pasé unos días de locura. El cabaret llenaba parte de mis noches y en los días, lo dedicábamos a pasear por Alex, como llamábamos a Alexanderplatz, el mayor lugar de encuentro, considerada el corazón de Berlín. Las citas sexuales eran la parte más atractiva, luego del espectáculo nos llovían flores en el camarín.

Teníamos lo que se llamaba un “representante” artístico, que no era más que un burdo mariquita que dejaba mal parado al colectivo que representaba. Excesivamente pintarrajeado, con una voz de pito que daba la impresión de tener una gallina atorada en el cuello. Pero, su físico asustaba, era enorme, su cuerpo ocupaba todo el marco de la puerta y hacía valer su posición. Se hacía llamar “Göttlich” y la explotación sexual y las drogas eran su manera de ganarse la vida. Aunque yo sabía que había mucho más. “Gött” era un nexo, lo había descubierto en el callejón del Romanisches Café, traficando con software descartados.

Vivía la vida de Anita, una puta berlinesa. Tuve muchos encuentros y las cuponeras ardían en manos de los soldados que pasaban unos días en la ciudad. Me daba pena los soldados. La mayoría, jóvenes añorando su familia, sus mujeres, algunos sus hijos, hasta el punto de convertirme en un cuerpo confiable, donde además de sexo, derramaban sus miserias.

Una vez, al tomar el callejón hacia el apartamento, que compartía con dos chicas, se me presentó un matón que me acorraló y me ofreció droga por sexo, esa fue la punta del iceberg.

Inmediatamente comencé a consumir drogas pesadas y alucinógenas y el cambiarlas por sexo fue moneda corriente. Ya no me estaba resultando tan atractivo, yo había pagado por diversión y, sobre todo, juventud. Pero, contrariamente a lo que podría pensarse, la adrenalina que corría por mis venas me hacía sentir viva.

Berlín era una explosión de arte, literatura, cine, el entusiasmo y el positivismo irresponsable que disfrazaban un decadentismo, se hacía sentir en forma estridente. Eran tiempos de ansiedad y hedonismo, de libertades sexuales y de experimentación artística. Yo venía de un año donde las epidemias habían arrasado gran parte de la población. Las artes, despojadas de todo encanto, quedaron rezagadas a un segundo lugar. La prioridad era conservar la vida y en base a eso, las ganancias de los laboratorios eran astronómicas. La carrera farmacéutica por la cura de la epidemia, había resultado catastrófica. Las vacunas cobraban miles de vida en el planeta, aplicando su experimento nigromante. El futuro resultaba aburrido, inquietante y desestabilizante. Los políticos se pavoneaban anunciando grandes avances ante la guerra epidemiológica, pero lo cierto era que los virus estaban ahí y dispuestos a quedarse. Era deprimente y angustiante, el miedo al futuro era la cara opuesta a lo que estaba experimentando.

Cierto día “Gött” como la llamábamos, nos informó que deberíamos hacer un espectáculo de desnudo para altos funcionarios de la República de Weimar.

            —¡Pongan a trabajar sus cabezas, a ver que sale! —gritó.

A mí se me ocurrió un baile con algunas hojas cubriendo nada y lo llamé: "kokain" que era la droga por excelencia de la noche. La coreografía fue mi creación. Me deslizaba sobre cuerpos masculinos, desnuda. La idea era que nos untáramos los cuerpos con aceite, yo me cubría con algunas hojas vegetales y al serpentear sobre ellos, las hojas quedaran adheridas a sus cuerpos. Al finalizar, llegaba a destino, desnuda y desfalleciente. Todo un trance erótico, difícil de superar que acababa en un clímax desenfrenado. Fue un éxito y terminé en un encuentro con varios hombres uniformados. Fue la primera vez que tuve un expediente policíaco.

En un momento me había transformado en diversión de soldados en el frente y a “kokain”, siguieron otros espectáculos desnudos con o sin acompañantes.

Las enfermedades venéreas y la tuberculosis, eran la correspondencia de las epidemias de mi tiempo. La gente sentía temor, se empezaron a vender toda clase de bebidas energizantes y curativas. La magia pasó a ser parte del consumo de la sociedad. Los astrólogos hacían mucho dinero, al igual que los laboratorios del futuro. Los adivinos surgían como hongos y a cuál más confiable, exhibiendo diplomas de estudio, colgados en las paredes de los consultorios. El temor corrió como reguero de pólvora entre los prostíbulos y teníamos un exhaustivo examen semanal que, en parte, nos hacía sentir protegidas.

Un día, luego de una larga gira por los frentes de batalla, me sentí cansada, quería tener una relación seria, entonces, decidí casarme con un hombre que no conocía y que no formaba parte de mi mundo. Era el fragmento de realidad que me faltaba entre toda la vorágine. Era la parte intelectual, cuerda y estable. Pero, pronto eso no funcionó. Mi vida era el cabaret, no los aburridos paseos para alimentar patos por los parques y ni pensar en una familia. La decisión la tomé un día cuando al final de mi jornada, llegué a casa y él me estaba esperando para darme la noticia de que nos mudábamos de Berlín. ¡Berlín era mi vida, no podía abandonarla! Y se marchó.

Sin mi cable a tierra, anduve un tiempo sin rumbo. Decidida a salir del pozo de depresión se me ocurrió realizar un show con una mujer, al que llamé “Morphium” y como la anterior “Kokain”, fue una explosión en las cabezas berlinesas. El show era claramente lésbico. Esta vez no había aceites, sino collares de perlas, largos collares que envolvían nuestros cuerpos desnudos. Las perlas acariciaban nuestra anatomía, besaban el clítoris, nuestros muslos y terminaban en nuestra boca. A veces daban vueltas en nuestros cuellos y nos excitaban al máximo, ahogando un grito de placer. Al igual que las hojas en Kokain, las perlas en Morphium fueron los objetos aliados que despertaron el erotismo y claro, nuestras pervertidas intervenciones.

Aunque no tuve una relación con la chica detrás de bambalinas, los periódicos ardieron con historias de esas dos mujeres del cabaret berlinés. Los anuncios se exhibían en los periódicos y en grandes afiches, donde se nos mostraba desnudas con collares de perlas que tapaban un poco los senos. Eso marcó una gran afluencia de público y “Gött” estaba en la gloria.

Al cabo de algunos años, mi vida se había convertido en un martirio. Ya no era agradable, todo se había tornado oscuro, y deseé volver al punto de inicio.

Cuando conocí a Hans, se me presentó como un artista arrogante, como todos los que desfilaban por los salones y cafés. Un poco loco, un poco atrevido, algo surrealista y muy crítico. Endemoniadamente guapo.

Llegué a frecuentar su atelier, por curiosidad y por placer. El recinto estaba desordenado, lámparas de bronce amontonadas en los rincones y encendidas, lienzos y pintura por donde se mirara y sobre un viejo y destartalado sillón, dormía plácidamente un gato. Era un ambiente donde nada se cuestionaba como prohibido. Se exaltaba el cuerpo como un medio de expresión.

Hans, logró darme un poco de entusiasmo. Un día en su atelier, me convenció de posar para un retrato y me pintó y creí que podría recuperar mi brillo, pero odié esa pintura. Marcaba mis miserias. Hans fue el broche de mi vida. Discutíamos todo el tiempo, él con su marcado nacionalismo, pero rebelde ante las etiquetas y yo con mis shows que eran cada vez más atrevidos.

Tuvimos un tórrido romance que terminó un día de primavera. Habíamos pasado una velada con artistas del Burlesque que tiraban pintura en las paredes y en los cuerpos de los invitados a la vez que hablaban de política. El humo de los cigarrillos aún se mantenía suspendido en el aire, el lugar apestaba, pero el sol entraba radiante por las ventanas, calentando el ambiente. Hans se levantó de malhumor y sin explicaciones, me despertó con un cubo de agua y me echó de su casa. Las lágrimas corrían por su rostro y no me miró a los ojos, cuando me empujó hacia la calle y cerró la puerta.  Los cafés estaban abriendo y algunos puestos de helado empezaban a pintar en las aceras. Una cola de gente frente a un banco con las cortinas bajas, se divisaba a lo lejos. Me paré frente al escaparate de una zapatería sin pensar en nada. Encendí un cigarrillo y me vi patética con mi bata y mis zapatillas. Comencé a caminar las cuatro cuadras que me separaban del apartamento, y al llegar, ya me había olvidado del incidente. Al término del día, Hans se había suicidado.  

Mi cuerpo había sufrido mucho en los últimos años. Cuando supe que había contraído tuberculosis, en una de las giras, me sumergí en el alcohol. Mis compañeras de cuarto sacaban una silla y hacían que me sentara al sol; me obligaban a disfrutar del hermoso paisaje de árboles verdes y trataban de hacerme escuchar el canto de pájaros. Todo eso me hacía sentir más desgraciada. Estaba acabada.

Una noche, me encontraron desmayada en la calle, en sumo abandono. Me llevaron a una clínica siquiátrica y en el transcurso de unos meses, dejé la bebida. El médico me había aconsejado, cambio de aire y de trabajo, pero ya era tarde. la sentencia de muerte caía sobre mí como el péndulo de Poe.

Fue grandioso pensar que yo tomaba las decisiones.

Y volví a mi tiempo solo para morir.