miércoles, 19 de abril de 2017

UN AÑO DE AUSENCIA






Afuera, callada estaba, la sonrisa del tiempo.
Llovía.
Con un murmullo pesado y sonoro, las ramas de los árboles golpeaban sin piedad, una y otra vez, la ventana de madera.
Era la misma ventana por la que un día, la vio partir en silencio, llevándose los jazmines de la luna eterna. En aquel tiempo, tenía un color marrón barnizado.
Recordó con nostalgia el día que la habían pintado. La recordó a ella sobre un banquito de mimbre, con un pañuelo de margaritas que retenía con audacia sus rebeldes cabellos. La recordó con un delantal plasmado de tanto trabajo, de tanta esperanza que revoloteaba en su falda. Siempre con alegría; esa constante cascada que inundaba la casa y el parque.
Era la misma ventana, pero ya no existía el color; ya no veía a través de ella los árboles sombríos y misteriosos como fábulas milenarias, sublevándose ante los años.
Ya no veía…solo miraba sin ver.
La vida con ella había resultado maravillosa a pesar de los niños que nunca llegaron, de los sueños que no se cumplieron, de la lucha que fue decayendo con el correr de los años.
En la misma casa pasó toda su vida. En ella se casó con Lucía, siendo muy joven. Una foto que colgaba sobre el respaldo de la cama la mantenía hermosa. Recordó el momento que la habían sacado, el perfume que usaba entonces, su lápiz de labios, el colorete en sus mejillas, un poco exagerado por el toque de tinta que aplicaban a la fotos antiguamente.
Pensó cómo era posible que hiciera ya un año que Lucía había muerto, si ella desde su foto, lo miraba sonriendo como si no se hubiese enterado de nada.
Y otra vez, como tantas, se dejó dominar por ese pasado que le tocaba el hombro, que golpeaba a su puerta, que corría por los pasillos llevándolo de la mano en un viaje infernal.
Otra vez, como tantas, cerró sus puños en una blasfemia, decidido a terminar con esos recuerdos que vagaban como sonámbulos por toda la casa, en los cuadros, en los sillones, en las plantas.
¿Y después?.. ¿Qué haría después de haber destruido ese mundo sin horas ni edad? Eso le pertenecía, era suyo. Él mismo lo había moldeado con sus manos expertas en el correr de los años. Era su existencia entera sembrada de fantasmas.
Era su ser y el de ella, eternizados en reflejos.
Habían pasado de ser la pareja de recién casados, a ser los más viejos de la cuadra. Por sus ojos pasaron un sinfín de niños que crecieron y se fueron. Una cantidad de familias que ya no estaban. Historias de todas las casas, sus fiestas, sus alegrías y sus tragedias.
Ellos atesoraban esos recuerdos y los contaban a todo aquel que quisiera oír esos viejos relatos. Era lo único que les estaba quedando, además de sentarse en la puerta a tomar un poco de sol y contemplarse mutuamente, como para retener esa imagen para siempre eterna.
Habían podido celebrar sus ochenta años con todos los vecinos y eso los llenó de emoción. Tanto así, que no se durmieron sino hasta muy tarde, comentando la reunión.
Y esa, fue su última reunión juntos.
De eso hacía ya más de un año y él no se podía acostumbrar. La extrañaba mucho.
Y lo peor de todo, es que la tenía siempre presente, como si ella no se hubiese ido.
Decidió que no la dejaría ir, si Lucía no quería.
Miró el sillón; seguía estando en el mismo lugar de siempre. Le pasó un plumero a sus lentes, acomodó las gastadas pantuflas, coloridas revistas, los interminables tejidos y terminó por preguntarle cómo estaba. Si tenía frío le traería la estufa y la leche no demoraría en llegar.
Prendió la tele y puso el programa de entretenimientos que miraban juntos…
Y sonrió…

Sonrió porque la tenía de nuevo, después de un año de una ausencia que ninguno de los dos quiso explicar.

Mónica Marchesky
Publicado en A.E.D.I. Montevideo Uruguay año 2001

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