Mónica Marchesky
Martha no podía creer que estuviera pisando suelo egipcio.
El trayecto hasta el hotel, terminó con un largo periplo que comenzó en la
terminal aérea de Montevideo, pasando por Buenos Aires, Londres, Estambul y
finalmente El Cairo.
Siempre se preguntó por qué la
atraía tanto la cultura egipcia. Desde chica, tuvo la convicción de que algún
día, llegaría a ver la obra colosal de los faraones que tantos misterios encerraban,
aún en nuestros tiempos.
Se había preparado para el
encuentro, estudiando y perfeccionándose hasta llegar a ser una experta
egiptóloga.
Su casa en las afueras de la
ciudad, estaba rodeada de jardines, custodiada por dos grandes mastines que se
perdían entre estatuas de piedra que bordeaban un pequeño estanque. En el
interior, predominaba una decoración egipcia, reproducciones, jarrones,
escarabajos en oro, objetos que había adquirido en remates y casas de
antigüedades.
La Sociedad de Egiptología le
había propuesto el viaje ya que se realizaría en los próximos días un congreso
en El Cairo, y su original ponencia de conservación de los elementos arquitectónicos
basados en láser, el cual no era invasivo para las partículas, había despertado
gran interés entre sus colegas. Este viaje desenmascararía sus visiones
fetichistas o la atraparía para siempre. Quiso ir unos días antes del congreso,
luego no tendría tiempo, atrapada en sesiones agotadoras, ponencias interesantes
y debates y foros que no quería perderse. Tenía sólo familiares lejanos que no
veía muy seguido y pocos amigos; esta experiencia la quiso realizar en
solitario, tratando de encontrar el objetivo de su vida.
Comenzó a recorrer las calles
atestadas de gente y se detuvo ante una tienda donde le llamó la atención unas
diminutas estatuillas que le recordaron los objetos votivos del antiguo Egipto,
los cuales eran su debilidad.
–
¡Pruébeselas!
–dijo el hombre cuyo rostro se confundía entre abalorios y cerámicas de dudosa
procedencia–. ¡Pruébeselas! –repitió extendiéndole unas viejas sandalias que
sostuvo delante de los ojos de Martha.
Las tomó en sus manos y notó
que eran suaves a pesar del aspecto tosco y arrugado.
–
¡Shamir!
El gran ilusionista –gritó, sorprendiéndola al salir de su refugio– ¡Le regala
momentos de aventura! –al ver que ella dudaba, prosiguió–. ¿A quién cree que
pertenecieron estas sandalias? –ahora en un tono intimista.
–
Pues,
déjeme ver –contestó Martha que en realidad se estaba poniendo nerviosa, puesto
que la gente ya se había acercado a observar el show del acalorado vendedor,
que levantando los brazos hacía volar su túnica en un día asfixiante.
–
¡Son
las sandalias de la reina Nefertari! –dijo caminando alrededor de los casuales
interlocutores que lo seguían con la mirada–. ¡Confeccionadas en fibra vegetal!
–
¡Ooooooh!
–murmuraron a coro los turistas entre incrédulos y asombrados.
–
¡Pasen!
–gritó el vendedor con una rapidez que solo los años dedicados a la profesión
le habían enseñado–. ¡Pasen señores! Que dentro encontrarán lo que buscan. ¡Objetos
para que puedan vivir las experiencias de los reyes y dioses!
–
¡Shamir!
–le gritó un joven de atrás del grupo–. ¿Tienes “El libro de los muertos?”
–
¡El
libro de los muertos! –retomando la frase del muchacho, agregando sin pausa y
haciendo sonar un amuleto metálico que pendía de su cuello, con el choque de
anillos que le cubrían parte de los dedos.
“¡Los siete escorpiones de
Isis! ¡Los ungüentos del faraón Amenofis! ¡El collar Menat de la diosa Hathor!
¡Las dos plumas del dios Horus! –gritando a los turistas que en tropel
entraban a la tienda en busca de una aventura.
“¿Y bien? –dijo Shamir
volviéndose a Martha–. ¿Cuánto pueden valer para usted las sandalias de la
reina Nefertari?
Martha sabía que las sandalias
de Nefertari habían sido encontradas en su tumba en la antigua Tebas, y que
decoraban actualmente un escaparate en el museo Egipcio de Torino, pero quiso
seguirle el juego...
–
Si
realmente son sus sandalias –contestó Martha dudando–. No tienen valor.
Pensó en la ardua tarea de
llegar a un acuerdo con el vendedor, pero inesperadamente Shamir cambió su tono
grotesco y burlón volviéndose complaciente y amable.
–
¡Lléveselas!
Son hechas a su medida mi reina –y se perdió en el interior de la tienda sin
que Martha pudiera reaccionar. Se las guardó en el bolso y se dirigió al hotel.
Luego de una ducha, se cambió
de ropa y con ansiedad se calzó las sandalias que se amoldaron a sus pies;
saldría a cenar y pensó que tendría que usarlas, o se perdería la sensación de
estar caminando con el calzado de la reina Nefertari... aunque fuera solo una
ilusión.
¿Llegaría algún día a sentir
como Nefertari el amor que Ramsés II le había entregado a su reina? Ella aún no
había encontrado a su faraón. Conservaba el aspecto de adolescente; una piel
morena y su larga cabellera negra ondulada, le conferían una belleza
singularmente exótica. Aunque ella se definía como “común, demasiado delgada y
algo insulsa”.
Estaba demasiado excitada por
encontrarse entre esos monstruos de piedra, entre las imágenes que tantas veces
había recorrido con el dedo en los textos de estudio. Con gesto responsable
marcó el recorrido de los lugares que debía visitar. Al día siguiente se
dirigiría a Abu Simbel dónde la esperaba un espectáculo sin precedentes; por lo
menos eso era lo que anunciaban los carteles en la entrada del hotel. Se anotó
para la visita y el guía le garantizó sorpresas y show de luces, algo que según
el entusiasta joven no se olvidaría jamás.
Estaba ansiosa, le quedaban
algunos días para visitar templos y el museo de El Cairo y los sentimientos que
la acosaban cada vez que se encontraba de viaje eran esta vez muy fuertes. Una
parte quería descansar y extrañaba la rutina, pero la parte aventurera, le
pedía más acción, no la dejaba sentir el cansancio físico, la incitaba a
cometer excesos. Aunque había tomado todas las precauciones para cuidarse del
sol, la sequedad del clima y el calor se habían adueñado de su cuerpo, la piel
bronceada la hacía sentirse con algunos años menos, pensó sonrojándose que era
una típica adolescente de cuarenta y cinco años.
Regresó al hotel y al entrar a
la habitación la envolvió un aroma a flores. Aún tenía en los ojos las imágenes
de las pirámides de Mit-Rahina y Saqqara que despertaron en ella una pasión
incontrolable por Egipto y se sentía ansiosa con la visita del templo que el
faraón había ordenado en honor a su reina.
Caminó hacia la ventana, el
ruido de la calle, las luces, el sonido de los vehículos la hizo sentirse viva.
Notó el contraste con la gran mole de arena del desierto, solitario, durmiendo
un letargo misterioso, y se sintió como en su casa.
Pensó: ¿cómo habría sido en
realidad ese gran día en el que la reina amada y venerada por su esposo
visitara por primera vez el templo?
Se despertó con un sobresalto
al escuchar música y gente que corría por los pasillos del hotel. Suavemente se
abrió la puerta y entraron cuatro doncellas risueñas y hermosas, muy jóvenes,
llevaban el cabello con tirabuzones a ambos lados de la cara y uno más grueso
en la espalda, coronados por una diadema de turquesa y lapislázuli.
Al llegar frente a Martha se
inclinaron hasta el suelo en una profunda reverencia y le sonrieron cómplices e
inmediatamente comenzaron con la labor de desvestirla. Dio un paso hacia atrás
y las doncellas le indicaron el baño a lo que accedió a seguirlas, pensó que
sería parte de la representación. Como ese día recorrerían el templo, tal vez recrearían
el momento y con agrado se dejó llevar.
Luego de desvestirla, siempre
en respetuoso silencio, le untaron el cuerpo con ungüento de terebinto e
incienso, mezclado con semillas y perfumado con flores naturales. Los preparativos
siguieron en otra sala, le acercaron una silla con un alto respaldo incrustado en
oro, plata, turquesas, cornalinas y lapislázuli. Una de las doncellas llenó
jarrones con flores de loto, otra la abanicó con plumas de ganso, y la última,
la que parecía prevalecer sobre las otras, le acercó vestidos de suave lino. Martha
eligió uno muy sutil, que le marcaba los rasgos femeninos. La misma doncella
que parecía ser la vestuarista, le mostró un cofre de madera tallado, donde se
podía observar joyas con diseños increíbles. Se quedó con un collar pectoral de
escarabajo, realizado en oro con incrustaciones en piedras semipreciosas, un
brazalete y una diadema finamente elaborados. Otra de las chicas le realizó un
complicado peinado, le acercó un té de hierbas que le supo a menta y algún
bocadillo para el desayuno. Estaba todo bajo control, pero la demora de los preparativos
la estaba poniendo impaciente; sin darse cuenta habían pasado dos horas y las
muchachas seguían aún ajustando detalles. “Solo un toque más” le acotó la
maquilladora, mientras con suma pericia deslizaba un pincel vegetal sobre sus
ojos y labios.
–
Mebet-tui
(señora de las dos tierras) –le dijo y se alejó de frente para reunirse con las
otras muchachas que habían terminado y contemplaban el resultado de su trabajo.
Martha se puso de pie con mucho
cuidado tratando de mantenerse erguida, el atuendo era pesado, pero no incómodo
y caminó con desenvoltura.
Aun resonaban en su oído las
palabras Mebet-tui que le había dicho la maquilladora; pensó cuánto realismo
había puesto la producción del espectáculo.
Al presentarse en la puerta,
las personas que con alegres sonidos se entretenían, callaron y quedaron tan
asombrados como ella, cuando vieron a una Nefertari impostora, pero muy bien
lograda.
Notó que algo en el hotel había
cambiado: las paredes sin otros adornos que frisos representativos de la vida cotidiana,
aberturas sin puertas y escaso mobiliario.
Comenzó a sentirse abrumada por
los objetos que reconocía a cada paso, los cuales deberían estar en museos de
todo el mundo y estaban allí frente a sus ojos y parecían verdaderos; pensó que
todas esas reproducciones engañarían al más experto.
Al llegar al templo todos se
inclinaron hasta el suelo en señal de reverencia. Martha no salía de su
asombro, vio rostros aceitunados, sudorosos, algunos alegres, otros tristes y
apagados. Franqueando la puerta principal del templo mayor se encontraban
cuatro colosales estatuas sedantes de Ramsés II.
En el templo más pequeño,
dedicado a Nefertari y a la diosa Hathor, pequeñas estatuas de Ramsés II, de
Nefertari y de sus hijos adornaban la fachada. Al entrar, un frío le recorrió
el cuerpo, sabía que era un templo funerario y eso la hizo estremecer.
Sentado y con toda la
omnipotencia de un Rey la esperaba un hombre cuyo parecido a Ramsés era
increíble. Martha pensó que habían encontrado el doble perfecto para el
espectáculo: robusto, bello, de perfil aguileño, dominante. Ramsés se irguió
ante Martha y tomando su mano pronunció las palabras: Hermet-nesu-weret (gran
esposa real), y a continuación declaró: “rica en alabanzas”, “dulce amor” y
“bella de rostro” dedico este templo en tu honor para que siempre estés a mi lado...
En ese momento hubo una gran
revuelta en las afueras del templo.
–
¡Hititas!
¡Hititas! -gritaron las personas que hacía solo un momento la habían escoltado al
templo, y corrieron a resguardarse, mientras sus casas eran quemadas.
Martha no lograba coordinar las
ideas, el espectáculo era muy bonito y ella estaba viviendo lo mismo que
Nefertari, pero no le gustaba ese ensañamiento con los jóvenes, sus mujeres e
hijos. Era demasiado real y no lo podía entender.
Un séquito de guardias armados
se apresuró a sacar al Faraón por uno de los pasillos mientras que otros la
protegían a ella y deprisa la guiaban hacia una galería. Al mismo tiempo, una
emboscada se desplegaba en los corredores del templo, los guardias eran
abatidos y dos fuertes y enormes brazos la asieron por la cintura, la
arrastraron hasta el exterior y la subieron a un caballo hasta perderse en las
arenas del desierto.
Arribaron en la noche a un
campamento desordenado, mugriento y con olor a sangre. Martha se sacó el tocado
de la cabeza, esperando que terminara pronto toda esa burda representación, y
poder volver al hotel.
–
Lamento
hacerte pasar por esto –le dijo una voz profunda a su espalda, era el mismo
Ramsés que había visto sentado en el templo.
–
¿Pero
que es todo esto que está sucediendo? –preguntó Martha desconcertada
–
Son
los Hititas que no se dan por vencidos –dijo Ramsés paseando de un lado a otro
preocupado, haciendo grandes ademanes–. A pesar de los años de lucha con Muwatalli,
a pesar de Qades, siguen cada tanto molestando a nuestro pueblo...
–
¡Mi
señor! –gritó un guardia desde afuera–. Debemos movilizarnos antes de que
amanezca –a la vez que se introducía en la improvisada tienda.
–
¡Protege
a la reina con tu vida! –le dijo Ramsés al guardia tomándolo por los hombros–.
Nos vemos en Wasit (Tebas) y espero encontrarlos sanos y salvos. ¡No hay tiempo
que perder –agregó cubriendo a Martha con una túnica de grueso lino, mientras
la ceñía contra su cuerpo.
Se
sintió tan cobijada en ese abrazo que no habló, se limitó a disfrutar el
momento, estremeciéndose junto al cuerpo de Ramsés. Cerró los ojos y una
sonrisa le agrietó los labios resecos, mientras las lágrimas se ocupaban del
tan minucioso maquillaje.
Los acontecimientos estaban
pasando muy rápido y Martha no había tenido tiempo de pensar en nada, los
sucesos se desencadenaban como si estuvieran programados, como si cada
personaje supiera que era lo que tenía que hacer en la representación
histórica.
–
¡Vamos
mi reina! –le recordó el guardia, mientras la guiaba por una salida hacia lo
desconocido.
–
¿Adónde
me lleva? –preguntó mientras corrían hacia los caballos–. ¿De vuelta al hotel? –al
no tener respuesta del guardia, detuvo su marcha y le retiró la túnica que le
cubría el rostro.
–
¡Shamir!
–gritó–. ¡Gracias a dios!
–
Vengo
por las sandalias –dijo sin preámbulos, apretándole el brazo, hasta lastimarla.
La confusión de Martha era una
embriaguez que le consumía los sentidos, pero de algo estaba segura, si le
entregaba las sandalias a Shamir, todo se esfumaría.
–
¡No!
–gritó a la vez que comenzó una loca carrera.
–
¡Debe
entregármelas! –le gritó Shamir
persiguiéndola.
Cuando logró alcanzarla se
miraron interrogativos y confusos.
–
No querrá
reemplazar a Nefertari –dijo Shamir, jadeando.
–
¿Por
qué no? –preguntó Martha casi suplicando.
–
Ha
sentido el amor como ella lo tuvo y como usted nunca lo había imaginado, pero
también sufrirá la muerte de la reina que sucederá en unas horas...
–
¡No
tengo miedo a morir, he sentido la ilusión de ser amada! –gritó a la vez que se
liberaba de Shamir.
–
Puedo
ofrecerle otras emociones, aunque no sé si tan intensas como ésta –aseguró el
vendedor.
Un insistente golpe en la
puerta la despertó.
–
¿Señora?
–
¿Qué?
–atinó a balbucear.
–
Señora,
soy uno de los guías de la visita al templo.
–
Un
momento –dijo a la vez que se miraba los pies descalzos y revisaba su ropa y
cabello.
Al abrir la puerta de la
habitación se encontró con la cara preocupada del guía quién le explicaba que
la visita a Abu Simbel se había cancelado por motivos de seguridad: había
ocurrido un atentado en el centro de la ciudad.
Escuchó disculpas y rechazó una
visita al Museo.
Con paso decidido se dirigió a
la tienda de Shamir, entró sin llamar.
–
La
estaba esperando –dijo Shamir entre túnicas de colores y objetos de todo tipo.
–
Me voy
en dos días.
–
Usted
no se irá nunca de Egipto –sentenció Shamir extendiéndole un objeto envuelto en
papel de seda.
–
¿Qué
es? –preguntó estrujando el fino papel.
–
Ya lo
sabrá... sólo que esta vez...
–
¿Lo
encontraré nuevamente? –interrumpió Martha.
–
Sí.
–
Usted
es…
–
El
albacea de los objetos reales –y se perdió en el interior de su tienda.
Martha desenvolvió el sistro
sagrado de la diosa Hathor.
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