Mónica Marchesky
Soy estudiante de Antropología y debía
realizar una Tesis acerca de las haniwa tan emblemáticas y con un contenido
existencialista y mortuorio. Siempre me atrajeron los temas oscuros, pero éste
era un verdadero desafío. Recurrí a libros y bibliotecas que solo mencionaban
vagamente a las tan huidizas esculturas de arcilla. Me encontraba en una
situación desesperada y sin solución aparente. La Cultura Japonesa estaba tan
lejos de este Montevideo que se presentaba gris y lluvioso, que mi desánimo iba
en aumento.
Deambulé por las calles buscando unos
ojos rasgados, una fisonomía que los delatara, me pregunté sin respuestas ¿Por
qué acá en Uruguay no hay un barrio Japonés como en casi todas las partes del
mundo?..
Recordé que en una de las calles
principales de la Capital se encontraba una casa donde vendían productos
japoneses y hacia allá dirigí mis pasos.
Al entrar, se respiraba un aire
distinto, una música suave y acariciadora dominaba el ambiente, coronada por
inciensos y toda clase de elementos decorativos, pensé que había llegado a una
pequeña porción del territorio japonés y me alegré... pero mi desilusión fue
mayúscula, cuando del otro lado del mostrador me atiende una chica caucásica,
sin un atisbo de sangre japonesa en sus venas. Mi cara fue lo suficientemente
delatora como para que la muchacha se diera cuenta de mi preocupación. Me
comentó que el verdadero dueño del negocio casi no salía de su residencia.
Al preguntarle por si tenía algún
material que pudiera estudiar de las haniwa no supo que contestarme, pero desde
el interior de la tienda se oyó que la llamaban y se disculpó por un momento.
Pensé que detrás de esa gruesa cortina se hallaba mi respuesta y esperé. Volvió
sonriente con unos objetos en sus manos. Doboko me decía mientras me mostraba
unas armas de cobre. Dotaku repetía al hacer sonar unas hermosas campanas de bronce,
finalmente puso en mis manos dos figuritas de arcilla diciéndome Dogu, tratando
de convencerme que era eso lo que buscaba, pero yo estaba segura de que dogu no
era haniwa y se lo comuniqué. Un movimiento brusco se sintió detrás de la
cortina y supe que tenía que retirarme. Al salir nuevamente a la calle ya no
llovía, pero una humedad pegajosa dominaba todo el ambiente. Quedé parada en la
acera sin saber que hacer, de pronto una voz en mi cuello me dice haniwa,
haniwa. Reconozco que soy muy impresionable, y un escalofrío recorrió mi
cuerpo.
Miré instintivamente y vi a un anciano
japonés que se ocultaba detrás de una gabardina y un sombrero, supe que era el
que estaba en la tienda, sus ojos me interrogaron, hurgaron en mi interior,
buscando el límite que me hiciera ceder en el motivo de mi investigación, pero
me mantuve firme, debía encontrar una historia que avalara mi tesis. Sus manos
aferraron mi brazo de modo intimidatorio y al no lograr su objetivo me dijo que
lo siguiera a distancia. Tomó un ómnibus con destino a los suburbios de la
ciudad, yo me senté detrás de él, sin hablarle. Recorrimos una media hora hasta
llegar a un barrio donde había pocas construcciones, unas, alejadas de otras,
con amplios jardines y grandes fondos, casas señoriales donde en tiempos
pasados, las damas y caballeros de la sociedad montevideana tenían sus
haciendas de descanso solariego.
Lo seguí hasta el interior de la
mansión. Comenzó a descorrer las cortinas en un gesto mecánico; afuera el día
seguía gris. Se manejaba en su casa como un actor de kabuki, sus movimientos
eran exactos, perfectos, elásticos. Me ofreció sake, bebimos sin hablar. Noté
como el color se le subía a las mejillas, de pronto, desapareció. Lo esperé
impaciente, recorriendo la gran sala, donde pude ver cuadros que representaban
wamono, seguidos de bellísimas imágenes de mujeres con sus kimonos y obi de
todos los colores. Al rato volvió con la vestimenta kabuki, y pensé que no me
había equivocado, un traje suntuoso, extravagante, una enorme peluca y un maquillaje
que según me hizo entender se llamaba benkei saru-guma, con tonos azules y
marrones. Me contó que en sus tiempos de juventud, representaba a un hombre que
se encargaba de guiar a las almas en su última morada, una obra oscura y
legendaria plagada de misterios. Me pareció gracioso y mientras seguía con su
orgulloso desfile de trajes, objetos antiguos, armas y todo tipo de elementos
extraños a mis ojos, decidí que era el momento de retomar el tema por el que me
encontraba en su casa. Al decirle haniwa, su cara pintada y graciosa, se
transformó en una mueca, se detuvo el tiempo como en una imagen mie, quedé
también estática, sin saber que hacer, apenas respiraba. Algo en mi interior me
decía que estaba en el lugar equivocado a la hora señalada, pero era la pista
más certera para mi tesis y no podía dejarla escapar. Se fue desatando la
tensión y pude respirar, el viejo japonés que nunca supe como se llamaba volvió
a servir sake, lo bebí todo de una vez tratando de calmar mi nerviosismo.
Lo último que recuerdo antes de perder
el conocimiento es que el anciano se acercó y me dijo: “No hay haniwa sin
cuerpo”.
Un frío me recorría el alma, no atinaba
a darme cuenta qué era lo que estaba pasando, abrí los ojos lentamente y pude
ver sobre mí una tela azul que me envolvía, la humedad de la tierra me había
despertado del sueño, provocado por algún somnífero colocado en el vino. Sentí
la respiración jadeante del anciano que revolvía la tierra y comencé a tratar
de soltarme de la mortaja, sacudiendo mi cuerpo, aguantando un grito que quería
escapar de mi garganta. Cuando al fin
pude liberarme, asomé la cabeza y vi al anciano que cavaba una tumba.
Había comenzado a llover nuevamente y hacía su trabajo menos pesado. Al costado
del hueco pude observar una figura de arcilla con mis rasgos que terminó de
convencerme del desequilibrio emocional del actor. Corrí descalza hacia la
calle, con la improvisada mortaja aún sobre mis hombros, como un ajusticiado
que escapa de su verdugo.
Así en ese estado me recogió una
patrulla de policía. Descalza, sucia, mojada y con un pedazo de tela cubriendo
mi cuerpo. Tuve que hacer muchas concesiones para comprobar que era quién decía
ser. Les dije que era estudiante de antropología y realizando una excavación en
un terraplén, éste, por acción de la lluvia, se vino sobre mí, casi
enterrándome. Me creyeron y finalmente me llevaron a casa, aconsejándome una
ducha y un buen descanso.
La frase que defendió mi tesis acerca
de las esculturas de arcilla que se levantaban en el exterior de las tumbas fue:”No hay haniwa sin cuerpo”
GLOSARIO
haniwa : escultura de arcilla que se
levantaban en el exterior de las tumbas.
Doboko: armas de cobre
Dotaku: campanas de bronce
Dogu: figuritas de arcilla
Kabuki: forma popular del teatro
japonés.
Sake: bebida alcohólica japonesa.
Wamono: tragedias familiares
Kimono: vestido tradicional.
Obi: franja ancha que ajusta el kimono.
Benkei saru-guma: hombre fuerte aunque
gracioso.
Mie: el momento de mayor intensidad
emocional que expresa a través de una imagen congelada.
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