viernes, 21 de abril de 2017

LA TESIS

Mónica Marchesky

Soy estudiante de Antropología y debía realizar una Tesis acerca de las haniwa tan emblemáticas y con un contenido existencialista y mortuorio. Siempre me atrajeron los temas oscuros, pero éste era un verdadero desafío. Recurrí a libros y bibliotecas que solo mencionaban vagamente a las tan huidizas esculturas de arcilla. Me encontraba en una situación desesperada y sin solución aparente. La Cultura Japonesa estaba tan lejos de este Montevideo que se presentaba gris y lluvioso, que mi desánimo iba en aumento.

Deambulé por las calles buscando unos ojos rasgados, una fisonomía que los delatara, me pregunté sin respuestas ¿Por qué acá en Uruguay no hay un barrio Japonés como en casi todas las partes del mundo?..

Recordé que en una de las calles principales de la Capital se encontraba una casa donde vendían productos japoneses y hacia allá dirigí mis pasos.

Al entrar, se respiraba un aire distinto, una música suave y acariciadora dominaba el ambiente, coronada por inciensos y toda clase de elementos decorativos, pensé que había llegado a una pequeña porción del territorio japonés y me alegré... pero mi desilusión fue mayúscula, cuando del otro lado del mostrador me atiende una chica caucásica, sin un atisbo de sangre japonesa en sus venas. Mi cara fue lo suficientemente delatora como para que la muchacha se diera cuenta de mi preocupación. Me comentó que el verdadero dueño del negocio casi no salía de su residencia.

Al preguntarle por si tenía algún material que pudiera estudiar de las haniwa no supo que contestarme, pero desde el interior de la tienda se oyó que la llamaban y se disculpó por un momento. Pensé que detrás de esa gruesa cortina se hallaba mi respuesta y esperé. Volvió sonriente con unos objetos en sus manos. Doboko me decía mientras me mostraba unas armas de cobre. Dotaku repetía al hacer sonar unas hermosas campanas de bronce, finalmente puso en mis manos dos figuritas de arcilla diciéndome Dogu, tratando de convencerme que era eso lo que buscaba, pero yo estaba segura de que dogu no era haniwa y se lo comuniqué. Un movimiento brusco se sintió detrás de la cortina y supe que tenía que retirarme. Al salir nuevamente a la calle ya no llovía, pero una humedad pegajosa dominaba todo el ambiente. Quedé parada en la acera sin saber que hacer, de pronto una voz en mi cuello me dice haniwa, haniwa. Reconozco que soy muy impresionable, y un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Miré instintivamente y vi a un anciano japonés que se ocultaba detrás de una gabardina y un sombrero, supe que era el que estaba en la tienda, sus ojos me interrogaron, hurgaron en mi interior, buscando el límite que me hiciera ceder en el motivo de mi investigación, pero me mantuve firme, debía encontrar una historia que avalara mi tesis. Sus manos aferraron mi brazo de modo intimidatorio y al no lograr su objetivo me dijo que lo siguiera a distancia. Tomó un ómnibus con destino a los suburbios de la ciudad, yo me senté detrás de él, sin hablarle. Recorrimos una media hora hasta llegar a un barrio donde había pocas construcciones, unas, alejadas de otras, con amplios jardines y grandes fondos, casas señoriales donde en tiempos pasados, las damas y caballeros de la sociedad montevideana tenían sus haciendas de descanso solariego.

Lo seguí hasta el interior de la mansión. Comenzó a descorrer las cortinas en un gesto mecánico; afuera el día seguía gris. Se manejaba en su casa como un actor de kabuki, sus movimientos eran exactos, perfectos, elásticos. Me ofreció sake, bebimos sin hablar. Noté como el color se le subía a las mejillas, de pronto, desapareció. Lo esperé impaciente, recorriendo la gran sala, donde pude ver cuadros que representaban wamono, seguidos de bellísimas imágenes de mujeres con sus kimonos y obi de todos los colores. Al rato volvió con la vestimenta kabuki, y pensé que no me había equivocado, un traje suntuoso, extravagante, una enorme peluca y un maquillaje que según me hizo entender se llamaba benkei saru-guma, con tonos azules y marrones. Me contó que en sus tiempos de juventud, representaba a un hombre que se encargaba de guiar a las almas en su última morada, una obra oscura y legendaria plagada de misterios. Me pareció gracioso y mientras seguía con su orgulloso desfile de trajes, objetos antiguos, armas y todo tipo de elementos extraños a mis ojos, decidí que era el momento de retomar el tema por el que me encontraba en su casa. Al decirle haniwa, su cara pintada y graciosa, se transformó en una mueca, se detuvo el tiempo como en una imagen mie, quedé también estática, sin saber que hacer, apenas respiraba. Algo en mi interior me decía que estaba en el lugar equivocado a la hora señalada, pero era la pista más certera para mi tesis y no podía dejarla escapar. Se fue desatando la tensión y pude respirar, el viejo japonés que nunca supe como se llamaba volvió a servir sake, lo bebí todo de una vez tratando de calmar mi nerviosismo.

Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es que el anciano se acercó y me dijo: “No hay haniwa sin cuerpo”.


Un frío me recorría el alma, no atinaba a darme cuenta qué era lo que estaba pasando, abrí los ojos lentamente y pude ver sobre mí una tela azul que me envolvía, la humedad de la tierra me había despertado del sueño, provocado por algún somnífero colocado en el vino. Sentí la respiración jadeante del anciano que revolvía la tierra y comencé a tratar de soltarme de la mortaja, sacudiendo mi cuerpo, aguantando un grito que quería escapar de mi garganta. Cuando al fin  pude liberarme, asomé la cabeza y vi al anciano que cavaba una tumba. Había comenzado a llover nuevamente y hacía su trabajo menos pesado. Al costado del hueco pude observar una figura de arcilla con mis rasgos que terminó de convencerme del desequilibrio emocional del actor. Corrí descalza hacia la calle, con la improvisada mortaja aún sobre mis hombros, como un ajusticiado que escapa de su verdugo.

Así en ese estado me recogió una patrulla de policía. Descalza, sucia, mojada y con un pedazo de tela cubriendo mi cuerpo. Tuve que hacer muchas concesiones para comprobar que era quién decía ser. Les dije que era estudiante de antropología y realizando una excavación en un terraplén, éste, por acción de la lluvia, se vino sobre mí, casi enterrándome. Me creyeron y finalmente me llevaron a casa, aconsejándome una ducha y un buen descanso.

La frase que defendió mi tesis acerca de las esculturas de arcilla que se levantaban en el exterior  de las tumbas fue:”No hay haniwa sin cuerpo”


GLOSARIO

haniwa : escultura de arcilla que se levantaban en el exterior de las tumbas.

Doboko: armas de cobre

Dotaku: campanas de bronce

Dogu: figuritas de arcilla

Kabuki: forma popular del teatro japonés.

Sake: bebida alcohólica japonesa.

Wamono: tragedias familiares

Kimono: vestido tradicional.

Obi: franja ancha que ajusta el kimono.

Benkei saru-guma: hombre fuerte aunque gracioso.


Mie: el momento de mayor intensidad emocional que expresa a través de una imagen congelada.

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