Mónica Marchesky
NOTA: Mención con publicación en Primer Concurso Nacional Paco Espínola (Biblioteca Nacional)
Me encontré de pronto en una difícil situación
económica. Mis pinturas ya no se vendían, mis cerámicas habían sido desplazadas
por los novedosos motivos chinos, que invadieron el mercado destrozando mi
empresa. La casa que alquilaba, con el depósito al fondo que cumplía con los
requisitos de un atelier, me estaba resultando costosa, la casera ya estaba
sobre mis huesos, evaluando lo que pudiera embargar de mi escasa producción.
Había un furor en toda Europa por imitar la
porcelana Ming, furor que acá en Holanda se acentuaba aún más, nuestros
artesanos se perfeccionaban cada día, sacando al mercado unas finas y delicadas
líneas de jarrones, azulejos y platos.
Mientras todo eso pasaba, surgió de pronto un
ceramista que contrariando los motivos azules de hermosos paisajes o frutos en
relieve, empezó a fabricar piezas con flores, negras, caobas, naranjas y
púrpuras sobre fondo blanco. Esa fue la gota que derramó el vaso; decidí ir a
visitarlo, no nos conocíamos, por lo cual no importaba si me presentaba como
pintor o simplemente como un comprador atraído por la novedosa rebeldía que
acaparaba la atención de sus piezas.

Su mirada me recorrió clínicamente, lentamente, de
arriba abajo y rogué que no me mirara a los ojos, de lo contrario me delataría,
nunca fui bueno para mentir. Luego de unos minutos en silencio me contestó ya
de espalda.
-Pase... ¡pero no toque nada! –me dijo enseñándome
el dedo índice de manera autoritaria. Esa frase la conocía yo muy bien, porque
era la que repetía cada vez que la casera hurgaba en mis piezas, dejando sus
huellas en la cerámica fresca.