Cuento publicado en Ruido Blanco 3
Antología de ciencia ficción de autores uruguayos
Antología de ciencia ficción de autores uruguayos
Mónica
Marchesky
El
reloj péndulo del comedor comenzó a marcar las doce, sus campanadas resonaron como
todos los días, en aquel vasto recinto. El viejo
prestamista dormía su siesta al sol, inmutable; su sordera hacía que se
perdiera gran parte de los movimientos de la casa, pero cuando Clohé pasaba como
un viento hacia el reloj, el tío Rudy se sobresaltaba y la seguía con la
mirada. A pesar de sus nueve años a Clohé le fascinaba el movimiento del
péndulo.
Pegaba
su nariz contra el vidrio y cuando faltaban cuatro campanadas para completar
las doce, se tapaba los oídos con las manos, se volteaba de espaldas al reloj y
gritaba con un chillido de pájaro hasta que todo quedaba en silencio.
Le
parecía estúpido lo que hacía la niña con el reloj, pero, a pesar de eso, lo
entretenía. Pensó que alguna vez le daría un buen susto, él estaba sordo,
paralítico y casi no podía hablar, pero…
El
tiempo pasó y el viejo murió sin poder decirle a Clohé que en el sótano de la
casa, guardaba un objeto muy extraño que había empeñado un gitano un día de
1800. Lo tomó porque tenía tallas que evidenciaban ser muy antiguas. Su
condición de prestamista lo había llevado a conservar una
cantidad de objetos que quedaban a la espera de que su dueño los fuera a rescatar.
Mayormente eran relojes de estilo y joyas. Luego de la muerte del tío Rudy,
para Clohé el ritual del péndulo ya no tuvo el mismo significado.
Su
casamiento el 22 de octubre de 1845, a los diecinueve años, con un joven amante
de los autómatas, la alejó de la casa.
Su
esposo inventaba juguetes que al darle cuerda entretenían no solo por su uso,
sino porque eran muy raros. Monigotes de hojalata que movían los ojos, abrían
la boca y escupían un vapor blanco que asombraba a todos. Desplegaban
espectáculos circenses, que involucraban a sus hombres metálicos.
Decidieron
regresar a la casa del tío Rudy, luego de diez años deambulando por los
alrededores de Eversham con sus autómatas. Su esposo estaba obsesionado con un
nuevo invento: un insecto que abrían sus alas y emitía un sonido.
Por
ese entonces, un día de noviembre de 1855, se
encontraron con un niño que jugaba en la puerta de la mansión. La vieja ama de
llaves lo había recibido en la casa luego que su amiga, Nancy Matthews, se lo
enviara por un tiempo ya que en la escuela un maestro le había dicho que su
hijo era estéril e improductivo. Tom,
que así se llamaba el chico, contaba con ocho años y algunos meses, era muy
curioso y se escondía en todos lados evitando el contacto con otros chicos. Tom
hizo de Clohé y su esposo sus amigos y pasaba
parte del tiempo en el taller de creación de la pareja. El ama de llaves del viejo
prestamista, contrajo tuberculosis, al igual que los padres de Clohé, y murió
al cabo de dos meses.
Ella
recogía elementos metálicos, resortes, cuerdas, perillas y pedazos de hojalata.
Recordó que el tío Rudy tenía una gran caja con relojes viejos. Buscó en la
cocina algo para alumbrar, encontró un farol y lo prendió. Bajó las escaleras
de piedra que conducían a un enorme y sótano. Su
vestido rozaba las paredes emitiendo un siseo familiar. Las cajas se amontonaban en estanterías cubiertas de
polvo. Aquí y allá había vitrinas con antigüedades. Un tenue rayo de luz, se
colaba a través de una ventana que era el único contacto con el exterior. Olía
a madera húmeda y se sentía un murmullo de voces apagadas por los gritos de los
chicos en la calle. No recordaba que hubiera
tanto desorden. Cuando ubicó el baúl, abrió la tapa, metió la mano y fue
sacando los objetos de a uno a la vez, cotejando su utilidad y guardándolos en
un saco. Algo brilló en el fondo y fue entonces cuando lo encontró.
Su
aspecto era el de un medallón, aunque más grande
de lo habitual. Una piedra roja encerrada entre extraños garabatos metálicos,
resaltaba en el centro; colgaba un mecanismo encastrado que terminaba en una
piedra más pequeña, igualmente roja. A ambos lados se encontraban sendas
calaveras, enmarcadas en una pieza de relojería. Luego de varios intentos
moviendo las piezas, logró que el mecanismo más pequeño cediera. Con el brazo
hizo lugar en una mesita sobre la cual depositó el objeto y lo observó. Recibió
un pantallazo de luz, como un parpadeo.
Su
sobresalto fue tal, que retrocedió soltando el farol que al caer se apagó. Como
por arte de magia, aquel objeto comenzó a desplegar
ante ella imágenes tridimensionales de una batalla, donde un hombre, sufría con
lamentos sordos la muerte de un adolescente que tenía en sus brazos. Al
parecer, se encontraba en el fragor de una batalla; se incorporó y con su
espada en alto se abalanzó gritando hacia la marea humana que debatía. Finalmente
fue herido de muerte. Pero el relato en imágenes no terminaba ahí. Con horror,
Clohé vio cómo el vencedor cortó de un golpe la
cabeza del hombre, mutiló el resto del cuerpo entregando algunas partes como
trofeo y envolvió la cabeza en un trapo llevándola en alto hasta desaparecer.
Los
combatientes estaban ahí, bañados por una luz verdosa; eso era magia sin duda.
Pensó que sería la atracción de sus vidas y ganarían mucho dinero con este
objeto. La luz se evaporó y las penumbras la encontraron estática, en la misma
posición, sin entender, queriendo saber qué era aquello. La voz de su esposo y
la de Tom la trajeron a la realidad.
-¡Aquí
estoy! –gritó.
Tomó
el medallón con sumo cuidado y comenzó a seguir la luz de la lumbre.
Excitada y con palabras enredadas, les contó a su esposo y a
Tom lo que había visto en el sótano, los cuales no entendieron absolutamente
nada.
Extrajo
de entre sus ropas el objeto y lo depositó en la mesa de la cocina, corrió a apagar
los faroles, dejando uno sobre la mesa. Comenzó a manipularlo y al tirar de la
piedra roja más pequeña, oyó un sonido particular; entonces apagó el farol.
La
misma historia se desarrolló ante los ojos incrédulos de los hombres.
-¡Es
luz! –gritó Tom- que le impresionó más que las figuras, más que la historia,
más que la batalla, posterior muerte y descuartizamiento del vencido.
Su
esposo miraba con ojos desorbitados. No podía entender cómo funcionaba el
emisor, cómo resplandecía, cómo estaban allí esos seres sin sonido, sólo
imágenes que se sucedían. Caminó dando vueltas, mirándolo de todos los ángulos
posibles y no reconoció el mecanismo.
Clohé
excitada, daba grandes caminatas por la habitación, ya se acercaba, ya se
alejaba, volvía sobre sus pasos, trataba de hablar pero su esposo la hacía
callar.
No
acertarás a saber, querido lector, el estado de total excitación en que se
encontraban estas tres personas que se inclinaban a observar algo tan extraño
que nunca habían visto, con una tecnología totalmente desconocida en ese año de
1855.
-¿Quiénes
son? –preguntó Clohé- ¿Alguien sabe quiénes son?
-No
–dijo su esposo- pero si miramos con atención, hay dos estandartes en la
batalla, tal vez por ahí logremos saber algo… un escudo de armas, un blasón…
-¡Es
luz! –seguía gritando Tom- ¡Es luz! –retirándose y mirando desde lejos la
escena.
-¡Es
que todo sucede tan rápido! –acotó Clohé- que no puedo retener. Ahí, ahí puedo
ver un blasón dividido en dos, arriba blanco con motivos negros y abajo rojo
con un león parado en una pata, estirando sus garras y un detalle de la cola
que se divide en dos.
-Yo
veo el otro bando –dice su esposo- parece que es un estandarte real, es difícil
de describir… un escudo rojo con cintas amarillas, algo que parece una cota de
acero con cuatro penachos reales y un león en sus cuatro patas sobre el
conjunto.
-¿Cómo
es posible que sea luz? –seguía el chiquillo con sus pensamientos, mientas los
otros se devanaban los sesos tratando de encontrar una pista.
-Iremos
a la antigua Abadía de Eversham –proclamó Clohé con entusiasmo. Seguramente ellos
podrán decirnos algo más.
Efectivamente
en la Abadía y merced a la descripción de los escudos, blasones y hechos, los
monjes lograron identificar que se trataba de la mal llamada batalla de
Eversham, donde el barón De Montfort fue vencido por el príncipe Eduardo en
1265. Y aclararon que, según las crónicas de la época, no se habla de batalla
sino del crimen de Evesham, porque batalla no
hubo. En realidad había sido una emboscada, que se transformó en masacre
con el fin de eliminar a De Montfort y a su hijo.
El
monarca Enrique III había visto como una gran amenaza las ideas parlamentarias
impuestas por De Monfort. Por lo que su objetivo principal fue hacerlo
desaparecer a él y a su estirpe.
Cuando
Clohé y su esposo trataron de poner nuevamente en funcionamiento aquel
artefacto, vieron que todos sus esfuerzos eran en vano; el mecanismo se había
activado sólo dos veces y nunca más vieron a los protagonistas de la historia.
No
tenían idea de qué era todo aquello. Clohé pensó que su tío no lo había visto
en funcionamiento, de lo contrario le habría comentado algo.
Desde
ese día los tres comenzaron a ver fantasmas por
doquier. Los acosaban de día y de noche. Veían a los
personajes caminar por las calles barrosas de
Eversham, los encontraban en el mercado, en la feria de variedades, en los
salones de magia y levitación, en las sesiones espiritistas de madame
Blanchaire. Estaban siendo acosados por un pasado remoto del que apenas tenían datos.
Cierto
día estaban los tres en la cocina y vieron en un rincón una figura que se
debatía entre las sombras. Se acercaron y comprobaron que era uno de los
soldados de la batalla, quien les dijo que el Barón vagaba entre pasillos
oscuros desde hacía más de seiscientos años implorando por su descanso. Les
contó, que una vez activado el mecanismo del artificio, debían reunir las
partes del cuerpo de su líder lo antes posible, para que éste pudiera descansar
en paz. Ellos, sus soldados, eran los custodios de su alma y no habían podido
hacerlo, ya que su actual estado no se los permitía.
-
Hemos estado encerrados en un espacio de luz por mucho tiempo. Nadie nos había
descubierto hasta ahora.
-¿Espacio
de luz? –gritó Tom desesperado. ¿Cómo es posible?
-
No hay tiempo para explicar eso ahora, debemos recuperar las partes del Barón
antes que se rebele su condición y se desencadene una tragedia. La maldición
del barón antes de morir, hacia los descendientes del príncipe podría llegar
hasta nuestros días, hasta el último de la estirpe real.
-¡Pero
no sabemos dónde están! –exclamó Clohé.
-Yo
sí lo sé–agregó el soldado.
Se
lanzaron a una campaña de recuperación de la historia, buscando pistas en
libros, en escritos, hasta prestando oídos a las leyendas y versiones orales de
la calle.
Encontraron
algunos restos al fondo del predio de la antigua Abadía, preservados en un arca
de mármol rojo, envueltos en paños dorados.
Gracias
a escritos debidamente ocultos por los monjes, supieron que sus predecesores, temiendo
una profanación de la tumba, luego de la disolución
de los monasterios, habían desenterrado los restos del Barón que yacían
bajo el altar de la Abadía, para ubicarlos en un lugar más seguro. Y no estaban
equivocados.
La
gente había empezado a concurrir en peregrinación a rendir homenaje al
desdichado, por lo que el Rey vio de manera negativa esas manifestaciones y
ordenó destruir su cripta y que los restos fueran sepultados debajo de un árbol
cualquiera.
Merced
a la perspicacia de los monjes, la orden se cumplió a medias, porque ya los
habían cambiado de lugar.
La
cabeza, según leyendas de la zona de Eversham, se encontraba enterrada a los
fondos de un castillo que había pertenecido a un Lord. De eso no tenían más que
comentarios de pueblo y viejos mapas.
Iniciaron
la búsqueda, ya que los fantasmas los instaban a encontrar con premura la parte
del cuerpo que faltaba.
Por
fin dieron con ciertas pistas que los dirigieron a un viejo castillo. Una noche
de luna llena, los tres, seguidos por una cohorte de fantasmas, llegaron a ese lugar
aterrador.
La
hierba había colonizado parte del sendero de entrada. El gran portón gimió en
la noche al abrirse. Rodearon la construcción y se dirigieron al cementerio. La
tarea de búsqueda fue ardua y agotadora y cuando ya estaban por desistir, Clohé
encontró un sepulcro escondido detrás de un gran árbol; en el centro de una
cruz torcida y casi tapada por la vegetación, aun se podía ver representada la
misma figura del medallón rojo: como desafiando al tiempo, podía verse una aun
brillante piedra encerrada entre mecanismos metálicos, las calaveras a los
lados y un sistema de relojería.
-¡Es
acá! –gritó y todos corrieron al lugar amontonándose alrededor del hallazgo.
Comenzaron
a cavar hasta encontrar un cofre de metal, con inscripciones igualmente
extrañas. El esposo de Clohé lo abrió y al aparecer el cráneo, la sorpresa se
transformó en veneración.
Con
la pieza faltante, emprendieron el camino de regreso. La piedra roja de la cruz
de la tumba, brilló extrañamente entre la sombra de los árboles del cementerio,
se elevó rodeando el castillo, escapándose al exterior, marcando el camino hacia
el que siempre debió ser el lugar de descanso del Barón de Montfort, el mismo
donde hacía muchos años había ocurrido la desgracia.
Una
espesa niebla comenzó a cubrirlo todo. Un silencio reverente sólo era roto por el
sonido de las palas al cavar.
En
un lienzo blanco, dispusieron todas las partes del esqueleto y por último,
colocaron la cabeza. Con no poca emoción y reverencia, bajaron aquellos
mortificados restos a la fosa. Antes de cubrirla lentamente con la tierra que lo
vio morir, Clohé tiró dentro de la misma, el medallón rojo.
Los
fantasmas de sus fieles soldados se fueron retirando hacia la niebla, hasta
desaparecer.
La
aventura la llevaban en la sangre. Luego del incidente, los inventos se
sucedieron, así como los espectáculos de títeres de hojalata por los alrededores
de Eversham.
Tom
regresó a Ohio con su madre y supieron solo algunas noticias esporádicas de sus
inventos. Luego de unos años, un día recibieron una carta proveniente de New
York.
New York, 25 de octubre de 1879.
Mis muy queridos amigos.
Luego de deambular por distintos
medios telegráficos, luego de patentar algunos inventos que fueron bien
acogidos algunos y criticados otros, finalmente estoy abocado a la tarea que
realmente me interesa.
Paso a comentarles que después de
aquellos hechos que pasamos juntos hace más de veinte años, he seguido con la
constante preocupación de transmitir luz. Nunca pude saber a ciencia cierta
cómo obraba el mecanismo del medallón, pero supe, luego de muchos años de
estudio, mucha práctica y prototipos malogrados, que se puede hacer. Finalmente
he llegado a poder transmitir el efecto lumínico. He conseguido un filamento
que alcanza la incandescencia sin fundirse.
Así, el 21 de octubre de este año he conseguido que mi primera
bombilla luciera durante 48 horas seguidas. No he emulado el efecto del
mecanismo, pero espero que este invento “transmisor de luz” funcione en un
futuro.
Los quiere.
Thomas Alva Edison.
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