lunes, 24 de agosto de 2015

EL BARÓN DE MONTFORT

Cuento publicado en Ruido Blanco 3
Antología de ciencia ficción de autores uruguayos
Mónica Marchesky                         



El reloj péndulo del comedor comenzó a marcar las doce, sus campanadas resonaron como todos los días, en aquel vasto recinto. El viejo prestamista dormía su siesta al sol, inmutable; su sordera hacía que se perdiera gran parte de los movimientos de la casa, pero cuando Clohé pasaba como un viento hacia el reloj, el tío Rudy se sobresaltaba y la seguía con la mirada. A pesar de sus nueve años a Clohé le fascinaba el movimiento del péndulo.
Pegaba su nariz contra el vidrio y cuando faltaban cuatro campanadas para completar las doce, se tapaba los oídos con las manos, se volteaba de espaldas al reloj y gritaba con un chillido de pájaro hasta que todo quedaba en silencio.
Le parecía estúpido lo que hacía la niña con el reloj, pero, a pesar de eso, lo entretenía. Pensó que alguna vez le daría un buen susto, él estaba sordo, paralítico y casi no podía hablar, pero…
El tiempo pasó y el viejo murió sin poder decirle a Clohé que en el sótano de la casa, guardaba un objeto muy extraño que había empeñado un gitano un día de 1800. Lo tomó porque tenía tallas que evidenciaban ser muy antiguas. Su condición de prestamista lo había llevado a conservar una cantidad de objetos que quedaban a la espera de que su dueño los fuera a rescatar. Mayormente eran relojes de estilo y joyas. Luego de la muerte del tío Rudy, para Clohé el ritual del péndulo ya no tuvo el mismo significado.
Su casamiento el 22 de octubre de 1845, a los diecinueve años, con un joven amante de los autómatas, la alejó de la casa.
Su esposo inventaba juguetes que al darle cuerda entretenían no solo por su uso, sino porque eran muy raros. Monigotes de hojalata que movían los ojos, abrían la boca y escupían un vapor blanco que asombraba a todos. Desplegaban espectáculos circenses, que involucraban a sus hombres metálicos.
Decidieron regresar a la casa del tío Rudy, luego de diez años deambulando por los alrededores de Eversham con sus autómatas. Su esposo estaba obsesionado con un nuevo invento: un insecto que abrían sus alas y emitía un sonido.
Por ese entonces, un día de noviembre de 1855, se encontraron con un niño que jugaba en la puerta de la mansión. La vieja ama de llaves lo había recibido en la casa luego que su amiga, Nancy Matthews, se lo enviara por un tiempo ya que en la escuela un maestro le había dicho que su hijo era estéril e improductivo. Tom, que así se llamaba el chico, contaba con ocho años y algunos meses, era muy curioso y se escondía en todos lados evitando el contacto con otros chicos. Tom hizo de Clohé y su esposo sus amigos y pasaba parte del tiempo en el taller de creación de la pareja. El ama de llaves del viejo prestamista, contrajo tuberculosis, al igual que los padres de Clohé, y murió al cabo de dos meses.
Ella recogía elementos metálicos, resortes, cuerdas, perillas y pedazos de hojalata. Recordó que el tío Rudy tenía una gran caja con relojes viejos. Buscó en la cocina algo para alumbrar, encontró un farol y lo prendió. Bajó las escaleras de piedra que conducían a un enorme y sótano. Su vestido rozaba las paredes emitiendo un siseo familiar. Las cajas se amontonaban en estanterías cubiertas de polvo. Aquí y allá había vitrinas con antigüedades. Un tenue rayo de luz, se colaba a través de una ventana que era el único contacto con el exterior. Olía a madera húmeda y se sentía un murmullo de voces apagadas por los gritos de los chicos en la calle. No recordaba que hubiera tanto desorden. Cuando ubicó el baúl, abrió la tapa, metió la mano y fue sacando los objetos de a uno a la vez, cotejando su utilidad y guardándolos en un saco. Algo brilló en el fondo y fue entonces cuando lo encontró.
Su aspecto era el de un medallón, aunque más grande de lo habitual. Una piedra roja encerrada entre extraños garabatos metálicos, resaltaba en el centro; colgaba un mecanismo encastrado que terminaba en una piedra más pequeña, igualmente roja. A ambos lados se encontraban sendas calaveras, enmarcadas en una pieza de relojería. Luego de varios intentos moviendo las piezas, logró que el mecanismo más pequeño cediera. Con el brazo hizo lugar en una mesita sobre la cual depositó el objeto y lo observó. Recibió un pantallazo de luz, como un parpadeo.
Su sobresalto fue tal, que retrocedió soltando el farol que al caer se apagó. Como por arte de magia, aquel objeto comenzó a desplegar ante ella imágenes tridimensionales de una batalla, donde un hombre, sufría con lamentos sordos la muerte de un adolescente que tenía en sus brazos. Al parecer, se encontraba en el fragor de una batalla; se incorporó y con su espada en alto se abalanzó gritando hacia la marea humana que debatía. Finalmente fue herido de muerte. Pero el relato en imágenes no terminaba ahí. Con horror, Clohé vio cómo el vencedor cortó de un golpe la cabeza del hombre, mutiló el resto del cuerpo entregando algunas partes como trofeo y envolvió la cabeza en un trapo llevándola en alto hasta desaparecer.
Los combatientes estaban ahí, bañados por una luz verdosa; eso era magia sin duda. Pensó que sería la atracción de sus vidas y ganarían mucho dinero con este objeto. La luz se evaporó y las penumbras la encontraron estática, en la misma posición, sin entender, queriendo saber qué era aquello. La voz de su esposo y la de Tom la trajeron a la realidad.
-¡Aquí estoy! –gritó.
Tomó el medallón con sumo cuidado y comenzó a seguir la luz de la lumbre.
Excitada y con palabras enredadas, les contó a su esposo y a Tom lo que había visto en el sótano, los cuales no entendieron absolutamente nada.
Extrajo de entre sus ropas el objeto y lo depositó en la mesa de la cocina, corrió a apagar los faroles, dejando uno sobre la mesa. Comenzó a manipularlo y al tirar de la piedra roja más pequeña, oyó un sonido particular; entonces apagó el farol.
La misma historia se desarrolló ante los ojos incrédulos de los hombres.
-¡Es luz! –gritó Tom- que le impresionó más que las figuras, más que la historia, más que la batalla, posterior muerte y descuartizamiento del vencido.
Su esposo miraba con ojos desorbitados. No podía entender cómo funcionaba el emisor, cómo resplandecía, cómo estaban allí esos seres sin sonido, sólo imágenes que se sucedían. Caminó dando vueltas, mirándolo de todos los ángulos posibles y no reconoció el mecanismo.
Clohé excitada, daba grandes caminatas por la habitación, ya se acercaba, ya se alejaba, volvía sobre sus pasos, trataba de hablar pero su esposo la hacía callar.
No acertarás a saber, querido lector, el estado de total excitación en que se encontraban estas tres personas que se inclinaban a observar algo tan extraño que nunca habían visto, con una tecnología totalmente desconocida en ese año de 1855.
-¿Quiénes son? –preguntó Clohé- ¿Alguien sabe quiénes son?
-No –dijo su esposo- pero si miramos con atención, hay dos estandartes en la batalla, tal vez por ahí logremos saber algo… un escudo de armas, un blasón…
-¡Es luz! –seguía gritando Tom- ¡Es luz! –retirándose y mirando desde lejos la escena.
-¡Es que todo sucede tan rápido! –acotó Clohé- que no puedo retener. Ahí, ahí puedo ver un blasón dividido en dos, arriba blanco con motivos negros y abajo rojo con un león parado en una pata, estirando sus garras y un detalle de la cola que se divide en dos.
-Yo veo el otro bando –dice su esposo- parece que es un estandarte real, es difícil de describir… un escudo rojo con cintas amarillas, algo que parece una cota de acero con cuatro penachos reales y un león en sus cuatro patas sobre el conjunto.
-¿Cómo es posible que sea luz? –seguía el chiquillo con sus pensamientos, mientas los otros se devanaban los sesos tratando de encontrar una pista.
-Iremos a la antigua Abadía de Eversham –proclamó Clohé con entusiasmo. Seguramente ellos podrán decirnos algo más.
Efectivamente en la Abadía y merced a la descripción de los escudos, blasones y hechos, los monjes lograron identificar que se trataba de la mal llamada batalla de Eversham, donde el barón De Montfort fue vencido por el príncipe Eduardo en 1265. Y aclararon que, según las crónicas de la época, no se habla de batalla sino del crimen de Evesham, porque batalla no hubo. En realidad había sido una emboscada, que se transformó en masacre con el fin de eliminar a De Montfort y a su hijo.
El monarca Enrique III había visto como una gran amenaza las ideas parlamentarias impuestas por De Monfort. Por lo que su objetivo principal fue hacerlo desaparecer a él y a su estirpe.
Cuando Clohé y su esposo trataron de poner nuevamente en funcionamiento aquel artefacto, vieron que todos sus esfuerzos eran en vano; el mecanismo se había activado sólo dos veces y nunca más vieron a los protagonistas de la historia.
No tenían idea de qué era todo aquello. Clohé pensó que su tío no lo había visto en funcionamiento, de lo contrario le habría comentado algo.
Desde ese día los tres comenzaron a ver fantasmas por doquier. Los acosaban de día y de noche. Veían a los personajes caminar por las calles barrosas de Eversham, los encontraban en el mercado, en la feria de variedades, en los salones de magia y levitación, en las sesiones espiritistas de madame Blanchaire. Estaban siendo acosados por un pasado remoto del que apenas tenían datos.
Cierto día estaban los tres en la cocina y vieron en un rincón una figura que se debatía entre las sombras. Se acercaron y comprobaron que era uno de los soldados de la batalla, quien les dijo que el Barón vagaba entre pasillos oscuros desde hacía más de seiscientos años implorando por su descanso. Les contó, que una vez activado el mecanismo del artificio, debían reunir las partes del cuerpo de su líder lo antes posible, para que éste pudiera descansar en paz. Ellos, sus soldados, eran los custodios de su alma y no habían podido hacerlo, ya que su actual estado no se los permitía.
- Hemos estado encerrados en un espacio de luz por mucho tiempo. Nadie nos había descubierto hasta ahora.
-¿Espacio de luz? –gritó Tom desesperado. ¿Cómo es posible?
- No hay tiempo para explicar eso ahora, debemos recuperar las partes del Barón antes que se rebele su condición y se desencadene una tragedia. La maldición del barón antes de morir, hacia los descendientes del príncipe podría llegar hasta nuestros días, hasta el último de la estirpe real.
-¡Pero no sabemos dónde están! –exclamó Clohé.
-Yo sí lo sé–agregó el soldado.
Se lanzaron a una campaña de recuperación de la historia, buscando pistas en libros, en escritos, hasta prestando oídos a las leyendas y versiones orales de la calle.
Encontraron algunos restos al fondo del predio de la antigua Abadía, preservados en un arca de mármol rojo, envueltos en paños dorados.
Gracias a escritos debidamente ocultos por los monjes, supieron que sus predecesores, temiendo una profanación de la tumba, luego de la disolución de los monasterios, habían desenterrado los restos del Barón que yacían bajo el altar de la Abadía, para ubicarlos en un lugar más seguro. Y no estaban equivocados.
La gente había empezado a concurrir en peregrinación a rendir homenaje al desdichado, por lo que el Rey vio de manera negativa esas manifestaciones y ordenó destruir su cripta y que los restos fueran sepultados debajo de un árbol cualquiera.
Merced a la perspicacia de los monjes, la orden se cumplió a medias, porque ya los habían cambiado de lugar.
La cabeza, según leyendas de la zona de Eversham, se encontraba enterrada a los fondos de un castillo que había pertenecido a un Lord. De eso no tenían más que comentarios de pueblo y viejos mapas.
Iniciaron la búsqueda, ya que los fantasmas los instaban a encontrar con premura la parte del cuerpo que faltaba.
Por fin dieron con ciertas pistas que los dirigieron a un viejo castillo. Una noche de luna llena, los tres, seguidos por una cohorte de fantasmas, llegaron a ese lugar aterrador.
La hierba había colonizado parte del sendero de entrada. El gran portón gimió en la noche al abrirse. Rodearon la construcción y se dirigieron al cementerio. La tarea de búsqueda fue ardua y agotadora y cuando ya estaban por desistir, Clohé encontró un sepulcro escondido detrás de un gran árbol; en el centro de una cruz torcida y casi tapada por la vegetación, aun se podía ver representada la misma figura del medallón rojo: como desafiando al tiempo, podía verse una aun brillante piedra encerrada entre mecanismos metálicos, las calaveras a los lados y un sistema de relojería.
-¡Es acá! –gritó y todos corrieron al lugar amontonándose alrededor del hallazgo.
Comenzaron a cavar hasta encontrar un cofre de metal, con inscripciones igualmente extrañas. El esposo de Clohé lo abrió y al aparecer el cráneo, la sorpresa se transformó en veneración.
Con la pieza faltante, emprendieron el camino de regreso. La piedra roja de la cruz de la tumba, brilló extrañamente entre la sombra de los árboles del cementerio, se elevó rodeando el castillo, escapándose al exterior, marcando el camino hacia el que siempre debió ser el lugar de descanso del Barón de Montfort, el mismo donde hacía muchos años había ocurrido la desgracia.
Una espesa niebla comenzó a cubrirlo todo. Un silencio reverente sólo era roto por el sonido de las palas al cavar.
En un lienzo blanco, dispusieron todas las partes del esqueleto y por último, colocaron la cabeza. Con no poca emoción y reverencia, bajaron aquellos mortificados restos a la fosa. Antes de cubrirla lentamente con la tierra que lo vio morir, Clohé tiró dentro de la misma, el medallón rojo.
Los fantasmas de sus fieles soldados se fueron retirando hacia la niebla, hasta desaparecer.
La aventura la llevaban en la sangre. Luego del incidente, los inventos se sucedieron, así como los espectáculos de títeres de hojalata por los alrededores de Eversham.
Tom regresó a Ohio con su madre y supieron solo algunas noticias esporádicas de sus inventos. Luego de unos años, un día recibieron una carta proveniente de New York.

New York, 25 de octubre de 1879.
Mis muy queridos amigos.
Luego de deambular por distintos medios telegráficos, luego de patentar algunos inventos que fueron bien acogidos algunos y criticados otros, finalmente estoy abocado a la tarea que realmente me interesa.
Paso a comentarles que después de aquellos hechos que pasamos juntos hace más de veinte años, he seguido con la constante preocupación de transmitir luz. Nunca pude saber a ciencia cierta cómo obraba el mecanismo del medallón, pero supe, luego de muchos años de estudio, mucha práctica y prototipos malogrados, que se puede hacer. Finalmente he llegado a poder transmitir el efecto lumínico. He conseguido un filamento que alcanza la incandescencia sin fundirse.  Así, el 21 de octubre de este año he conseguido que mi primera bombilla luciera durante 48 horas seguidas. No he emulado el efecto del mecanismo, pero espero que este invento “transmisor de luz” funcione en un futuro.
Los quiere.
Thomas Alva Edison.








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